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Rompiendo la rutina

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No hay limbo más glorioso en la oficina que un viernes, media hora antes de la salida. Ya no estás aquí, pero tampoco estás allá, cualquiera que sea el nombre del lugar que reemplazará la rutina muda, el sonidito de teclados y el repique incesante del teléfono. Casi todos han interrumpido su trabajo: el cuadro estadístico incompleto, el informe que tiene dos días de retraso o la planilla que parece un sudoku mal resuelto. Hay llamadas por celular y mensajes de texto planeando el fin de semana. El tiempo pasa como el goteo de suero, pero las mentes resisten en piloto automático. A falta de un minuto, cuando los cajones ya están cerrados y las computadoras del área son un crisol de hermosos fondos de pantalla, Juana, la secretaria de mi gerencia irrumpe con su andar coqueto y una sonrisa entusiasta que me preocupa:

-Dice Tony que no se retiren –su voz chillona nos atornilla en los asientos-. Tenemos reunión.

Ya debería estar acostumbrado, pero no puedo evitar desearle la muerte, con un bono extensivo para Tony, Antonio, Antonio Posadas Cornejo: Tony, el nombre ridículo con el que pretende hacerse cercano a nosotros.

Las chicas de la oficina guardan sus cosas y se atrincheran, como siempre, a un lado, empiezan a murmurar y dan palmaditas, y en sus labios empiezan a dibujarse las palabras que tanto temo. Tony aparece con un folder en la axila y lleva el saco colgando en el hombro. Algunos tipos aprovechan en pasar su cuota de lustre con franelas imaginarias y luego todos ingresamos a la sala de conferencias. Tony toma asiento y Juana se coloca a su lado, tiene en la mano un puñado de papelitos cortados. Tony pide nuestra atención.

-Bueno muchachos, estas fechas son buenas para confraternizar…

Confraternizar era para mí una palabra labrada en el infierno; una palabra que me regresaba en espiral traumático a las matinés de mi infancia, con la tía solterona tomándome de la mano y arrastrándome al grupo de las niñas para obligarme a bailar; a las estúpidas competencias deportivas del colegio en las cuales era el perpetuo amo y señor del último lugar. Tony habla, habla, habla, pero yo solo escucho un ruido sordo porque mi mente, retorcida y masoquista, espera con ansias las palabras que, según mi razón, no quiero oír:

-Vamos a jugar al ‘amigo secreto’.

Las chicas aplauden y echan pequeños grititos, abren sus ojos y sus bocas en gestos de fingida sorpresa. Miro la puerta, mientras Juana va repartiendo los papelitos y dictando las reglas del juego: tal clase de regalos, tal cantidad de días, mínimo y tope del regalo final. Miro los rostros de mis compañeros que menean la cabeza, desaprobando la moción, pero escriben resignados sus nombres con letra esmerada. Uno de ellos me susurra en el oído: “Pueda que te toque Bertita Arias y te doblas: Está más rica.”

Miro la puerta.

Los papeles se van depositando en una bolsa. Cuando Juana se acerca, le digo en voz baja, aprovechando el nutrido murmullo en el ambiente:

-No me cuentes. No voy a jugar.

Juana abre sus ojos de par en par. -¿Cómo que no vas a jugar?

-Eso. No voy a jugar.

-¿Y por qué no vas a jugar?

-No me gusta este juego.

En mi mente aparece la tía solterona, tomándome de la mano, arrastrándome al show de los payasos, donde todos los niños pelean por ser elegidos y yo trato de que la tierra me trague o un terremoto nos obligue a salir corriendo de ahí.

“Ya pues, apúrense”, grita el mayor Pérez –en retiro, trabaja en seguridad empresarial- con voz marcial. -¿Qué pasa, Juana? –pregunta Tony. Juana se hace a un lado y extiende su mano señalándome. Todos se han quedado en silencio:

-No quiere jugar.

¿Y por qué no vas a jugar? –me pregunta Tony. Sólo su voz áspera me impide pensar en un déjà vú. Las miradas incisivas de mis compañeros me sofocan, un poco de rocío empapa mi frente. Mis hombros parecen petrificarse. Vuelvo a ser el último puesto en las listas del colegio, a oír las risas de mis compañeros de clase. Pienso en una respuesta certera: es una pérdida de tiempo, energía y dinero, y nunca ganas nada, ni siquiera lo que promete el juego, que es un amigo. Ni siquiera eso. Pienso en otros argumentos posibles, tomo aire y dejo que mi boca se ponga de manifiesto:

-No quiero.

Las mujeres empiezan con los comentarios: sí, soy un apático; sí, soy un desganado; sí, tan bonito todo y vengo a echar a perderlo. “Ya pues, apúrense”, repite el mayor Pérez abriéndose de brazos con las manos al cielo como en un efusivo padrenuestro. Tony pide silencio.

-La idea es tratar de integrarse. Esto le hace bien al ambiente de trabajo.

“Qué tacaño”, escucho a mi derecha. Es Berta Arias con la mini pegada y haciendo un puchero. El ambiente se pone turbio y siento la necesidad de aflojar mi corbata. Berta es guapa, sin duda, es el mejor argumento en su currículum.

-Está bien –capitulo-. Si es lo que crees.

Tony levanta ambos índices apuntándome.

-Ojo: no te estoy obligando –me dice, mientras Juana pide un lapicero para hacerme llenar el papelito en blanco.

-Entonces, de verdad, gracias, pero no quiero.

Las voces de las mujeres estallan nuevamente. Otra retahíla de calificativos y comentarios desaprobatorios. El mayor Pérez se lleva las manos a la cabeza, cuidando no dañar su permanente, y mis compañeros se miran desconcertados. Tony resuella.

-¿Tienes algún motivo contundente para no querer jugar? ¿Quieres que lo conversemos en privado?

Miro a mi alrededor: las caras, furibundas algunas; desconcertadas, otras; el mayor Pérez me mira, levanta sus cejas y golpea su reloj. Bertha Arias está de ensueño. ¿Quién se hace llamar Tony sólo por caerle bien a la gente?

-Por favor, Antonio –le digo, esbozando una mueca a modo de sonrisa-. Es sólo un juego.

Me hago a un lado y busco la puerta. “Ya, ya, si no quiere jugar que no juegue”, dice Berta y empiezan a hacer el sorteo. La bulla se queda en esa sala mientras recorro el pasadizo vacío donde las carteras y los sacos de mis compañeros aguardan inertes. Tomo mi saco y mi maleta y me llevo un poco de trabajo a la casa.De pronto veo aparecer a uno de mi equipo, Néstor.

-¿Qué fue? –le pregunto.

-Nada. Yo tampoco quiero jugar –me responde.

-¿Y Tony qué te dijo?

-Nada. Bertha tampoco quiso jugar. Dijo que ya estaba en dos juegos más con gente de otras áreas. Otras también desistieron con ella. Se canceló esa huevada.

Los demás llegan a la oficina con los rostros aliviados. Recogen sus cosas y empiezan a despedirse.

-¿Unas chelas? –me pregunta Néstor, pero le digo que no puedo. Salimos por el corredor hasta la entrada principal. Juana está echándole llave a sus cajones. Me mira.

-Ya estarás contento, ¿no?

No le respondo.

-Dice Néstor que el lunes lo busques en su oficina –añade, y me mira con el rostro de una niña burlona, de esas que me acusaban con la tía solterona cada vez que me escondía detrás de la puerta para no jugar en las matinés. Casi puedo saborear el café que me tocará a primera hora, terminado el fin de semana, así que detengo el ascensor y le acepto las cervezas a Néstor. Es un buen día para irse a libar.

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