A inicios de 1980 los vendedores de casetes y vinilos de rock se nucleaban pavorosos en la puerta de la universidad Villarreal, centro de Lima, avenida La Colmena cuadra 3. Ahí se encontraban diversos personajes que, como el streaking(*), esos desnudos que asombraron la Lima postvietnam, poco a poco irían desapareciendo: el pescador Vicente Fu, un adolescente Ron Kin, el popular Borrego, el flaco Felipe, el Comegato, el Che Luján, el cholo Adrián, la gente de Bandera Negra, las Tombas, Mariella y Alipio o “Petete” entre otros que fueron recalando poco a poco, haciéndose un lugar en la escena subterránea de esos años de violencia política, apagones, inflación, crisis económica y desidia cultural.
Después de 30 años, esto es lo que queda de un grupo de fans, grouppies e impulsores de una música que ha convertido en multimillonarios, burócratas, representantes de gobierno y hasta en sir ha muchos de sus iconos. Total, los recuerdos se los lleva el viento o regresan precisos como un boomerang: «Para el último número les voy a pedir ayuda. Los de las entradas baratas, hagan palmas. Los demás, hagan sonar sus joyas».
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El gordo Peña, viejo amigo y colaborador, viene a visitarme y me cuenta que se ha encontrado con Alipio, un antiguo vendedor de vinilos y casetes de la Colmena. Me dice que el hombre está en la ruina, ya no puede más, y me da las coordenadas cerca de la plaza Unión de Lima. Inmediatamente recuerdo el primer lustro de los ochentas cuando en ropa de colegio me acercaba donde estos señores desaliñados que ofrecían un apetitoso menú de música variada que iba desde el rock clásico, Led Zepellin, Buchman Turner Overdrive, Ten Years After, The Who, King Crinson, etc., hasta el más reciente sonido metálico de esa época, Black Metal de Venom, los Carnivore o Vulcano y el Warfare Noise brasileño, Chacal, Mutilator, Sarcófago, etc.
Fue Palma, un amigo de colegio, quien intercedió por mí ante Alipio para convertirme en su ayudante vendedor de discos en aquel verano del 83. Y ahí mismo, en una carreta azul sobre el que descansaba una desvencijada tornamesa, empezó una de las aventuras más interesantes de cómo convertirse en melómano recibiendo una paga por ello. El negocio de Alipio no era precisamente vender los vinilos –es más, siempre salía con una triquiñuela para no ofertar el disco y preservar la gallina de los huevos de oro– sino copiarlos “en alta fidelidad” en casetes Maxwells, Sony o TDK, y, si el cliente pagaba un poco más, la grabación podía quedar en una cinta de cromo de hora y media a la que se le agregaba un bonus track de regalo y se le rompían las lengüetas para preservar el valioso material.
Alipio era un tipo fornido, de mediana estatura y tenía un corte de pelo a lo carré que simulaba un casco, usaba siempre una raída casaca de cuero y lentes a lo Ray-ban o al de conductor de aeroplano que le daban un aire a algún personaje decadentista de Mad Max. Era bueno para los negocios, lo que se conoce como un gran ofertador o martilleante, y un gran conocedor del rock de los cincuentas, sesentas y setentas. Al atardecer, ponía a todo volumen el tocadiscos y empezaba la juerga, porque todas las noches era fiesta para Alipio y los amigos. Las bancas de madera colocadas al borde de la avenida La Colmena servían de descanso y tribuna para la ocasional platea que se quedaba hasta entrada la madrugada cuando los pirañas todavía respetaban a los transeúntes locales y cuando ese motociclista enmascarado –que en un par de años más fungiría de presidente de la república– todavía no se paseaba por ahí.
Recuerdo perfectamente esos bacanales de música y ron cuitado con emoliente, comida de carreta o al paso. Las largas conversas sobre música, arte y cultura popular y que casi siempre derivaban en política, porque la política era un artículo de pan llevar en las conciencias de esos años. El discurso quemaba en la boca de muchos y la lengua se descolgaba más de la cuenta. El decreto legislativo 046 de Belaunde Terry y el duro ministro de justicia, Felipe Osterling recién empezaba a escucharse relacionado con un caso de abigeos o de invasión extranjera que se irradiaba desde Ayacucho. El asunto concluía cuando Alipio en un arranque de histeria volteaba la carreta y los discos rodaban por la pista a la de Dios y había que recogerlos uno por uno y apaciguar al eufórico o eufóricos que casi siempre terminaban abrazados al pie de las escaleras de la universidad profiriendo palabras irreconocibles.
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Llamo por teléfono a la fotógrafa Susana del Castillo Facho, quedamos en encontrarnos en un punto intermedio de la ciudad para acudir a una cita a la que no hemos sido invitados. Ella está en Breña y yo en Pueblo Libre. El camino es en línea recta, las líneas geodésicas o sinuosas las dejamos para después, así que no hay problema. El carro va por la avenida Brasil, bordea la plaza Bolognesi, sigue por la avenida Alfonso Ugarte, elude a unos perros vagabundos, a una tropa de gritantes de la academia Pedro Paulet, y recala a un costado de la plaza Unión, plaza proleta, rotonda provinciana donde todos miran con desconfianza y protegen sus bolsillos.
A mitad de uno de los puentes encontramos a un hombre sentado con una taza de plástico, tiene una pequeña ruma de vinilos y unos cuantos casetes. No me reconoce, después de treinta años, ya no queda nada del Alipio que conocí, seguro él afirma lo mismo de mí: no me reconoce. Me dice que le colabore, que le ayude, que está hasta las huevas, y le compro varios vinilos descascarados o rotos; mientras le pregunto por la gente de esa época, trato de hacerle la conversa, pero el hombre se siente molesto por la cámara fotográfica, le causa alergias. “No fotos”, me dice y se tapa la cara. “Aquí ha venido la gente de Lúcar y unos periodistas que hacen reportajes para canal 2 y los he tenido que botar. No me gustan las entrevistas. Qué es eso de estar preguntándole a uno por sus cosas. No me gusta nada”. Sí, Alipio, le digo, no te molestes. Por lo menos, me podrás contar qué fue de los otros amigos. “Sí, me dice. Te acuerdas de Felipe. Pobre Felipe. Se murió. Y Vicente, ese loco está con diabetes, se está muriendo, creo que le van a cortar las patas. Y el negro Rigo lo encontraron tieso en su casa. Ya ves amigo, de esa época ya no queda nada”. Regresaron a casa, le respondo. I’m going home. Sí, me dice, a lo Alvin Lee. El helicóptero de la canción queda zumbando en mis oídos. Imposible juntar a los viejos amigos. Imposible traerlos de vuelta. I’m going home, I’m going home, I’m going to see my baby.
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Mick Jagger contó alguna vez que junto a Keith Richards recogían botellas en las calles con el fin de agenciarse un poco de dinero para comprar cuerdas para la guitarra. Lo mismo le pasó a muchos bluseros como Ike Turner, Little Milton, Rufus Thomas, B.B. King o ‘Howlin’ Wolf del pobrísimo Sun Studio –donde grabaría Elvis Presley–; quizás Wolf sea la imagen emblemática cuando canta How many more years (no confundir con How many more time de Led Zepellin) con un puñado de dólares en la mano a la amada que se va: I’m gonna fall on my knees, I’m gonna raise up my right hand/ Say I’d feel much better darling, if you’d just only understand, etc. Del mismo modo, Bob Marley vivía en una choza y, según cuenta su viuda Rita: “solo tenía un par de calzoncillos que –ella– lavaba todas las noches”, jugaba fútbol sin zapatos (la zapatilla siempre fue un lujo para los pobres jamaiquinos) y por eso se pinchó el pie con un clavo oxidado que luego le desencadenaría la muerte.
No obstante, si el rock y sus variantes se iniciaron con los negros cantando spirituals en las plantaciones de algodón y/o en los bajos fondos de la estratificación social, muchos de los principales propulsores y emblemas del rock terminaron compartiendo sus vidas con el jet set o con las alcurnias y realezas de sus tiempos. Mientras tanto, los seguidores y propulsores de este género casi siempre se quedaron en el mismo lugar: detrás de la mampara, a la expectativa viviendo de la gloria de sus ídolos. En suma, el rock contracultural, tal y como afirma Luis Britto García, ya fue absorbido en su totalidad y ahora es una mercancía para canalizar la rabia o el desencanto juvenil y no tan juvenil hacia planos más “estéticos” y/o pintorescos. El simple gusto.
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En el centro de Lima, era común ver al maestro Rigo arropado con una frazada marca Tigre (o marca Santa Catalina, su verdadero sello), tocando una guitarra despanzurrada. Rigo había formado parte de la mítica banda Los Dollars 500 que asoló los oídos del puerto chalaco en los años sesentas y que –según dicen muchos conocedores—llegó a grabar un 45. Lo cierto era que Rigoberto fabricaba guitarras, las hacía a medida con o sin palanca; modelos stratocaster, Gibson SG o Ibanez RG, etc., y siempre andaba con bellas mujeres, y sus amistades eran cultísimos anónimos como la filósofa argentina Marissa quien vivía en unos altos a una cuadra del Queirolo del jirón Quilca. Todo era felicidad para él, además de ser admirado por los músicos de la época. Usaba su cabello largo que acababa en una colita al estilo de la corte inglés del siglo XVIII. Unas semanas antes de partir nos encontramos en el chifa Hermanos de Jesús María, conversamos hasta las tres de la mañana sobre temas sucedáneos del rock y sobre su lamentable situación económica: estaba durmiendo en un garaje y realizaba algunos cachuelos que apenas le alcanzaban para pasar el día. También hablamos de su hermano, eximio guitarrista Edgar Casas, con quien tenía duelos guitarreros que duraban días o semanas. Y así nos despedimos con el sonido de los armónicos y el pasito aicidiciano de Angus Young que a veces le gustaba remedar a Rigo. Una noche el sueño se hizo largo y ya no despertó.
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Alipio agitando los brazos, me vuelve a hablar de Vicente Fú y otra vez en paso xendra volvemos a mediados de los ochentas, parados en la puerta del cine Saenz Peña en el Callao, recién se estrenaba el licor isopropílico Cien Fuegos y los grupos metal de aquella época ya empezaban con el estruendo: Almas Inmortales, Orgus, Anubis, etc.
Los jóvenes tomaban sendas bocanadas de pico del CF. A este oidor se le apagó el televisor, la gitana acompañante le logró despojar de su chamarra de cuero y todo lo que tenía en el bolsillo; y las cosas hubieran llegado a mayores, si Vicente no lo hubiera cargado o llevado a rastras para devolverlo a La Colmena. Ahí donde los días y las horas se medían con canciones, ahí donde una tarde podía ser The Mule y sus casi 30 minutos de duración o los solos kilométricos de Steve Ray Vaughan o los 55 minutos de Thick as a Brick de Jethro Tull.
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Regresando por la avenida Wilson nos encontramos con el nirvanero Christian que toca canciones con una guitarra eléctrica enchufada a un pequeño amplificador artesanal; también tiene un parante y un micrófono de botellero. A su costado hay un plato de sopa que funge de recipiente para que los transeúntes dejen sus monedas sin interrumpir la música. I’m worse at what I do best/ And for this gift I feel blessed/ Our little group has always been/ And always will until the end/ Hello, hello, hello, how low?
Por la radio anuncian un homenaje y colaboración a Gerardo Manuel, otrora hombre fuerte del rock en el Perú, con su Disco Club y su grupo El Humo; ahora, sin embargo, no tiene seguro y tiene que costear los gastos del señor Parkinson.
El reconvertido al cristianismo y legendario promotor del rock, Lucho Aguilar refiere que Coco Cotos, músico de Los Silverston, se encuentra grave y abandonado a su suerte. Carlos Rodríguez, un viejo periodista y administrador de una galería roquera de la avenida Brasil, me da mayores datos: “Huy, ¡carajo!, me dice –al modo de The Howl de Ginsberg y su visión apocalíptica–, el hombre está mal. Y como él, he visto a muchos roqueros abandonados a su suerte. Sin seguro. Sin jubilación. Lo que pasa es que viven la vida rápidamente sin pensar en el mañana y cuando se les acaba la juventud se quedan en la calle”.
Es hora de regresar a casa. El tráfico atascado por una eventual marcha antiminera obliga al carro a voltear por la Colmena. Viejos recuerdos de neón se esparcen en el aire. Ahí se encuentra otra vez Alipio parado en la avenida haciendo “el remolino”, girando sobre sus macarios con los brazos abiertos y la cara mojada por la lluvia y dando de patadas a sus discos que vuelan en el aire como palomas y que esta vez, con seguridad nadie los recogerá.
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El streaking fue una protesta de desnudos que sacudió la mojigatería limeña a mediados de los setentas. Consistía en desnudarse en plena vía pública y correr por las calles o cruzar una pista donde lo esperaban los amigos o auxiliares para devolverle las ropas. Uno de los lugares de mayores demostraciones de streaking fue la plaza san Martín. Aunque el principal componente era político –recordemos la guerra fría USA-URSS y que el gobierno militar de Velasco había iniciado las expropiaciones–, muchos solo veían un acto de exhibicionismo muy aprovechado por las revistas de la época como Caretas que mensualmente publicaba su secuencia de fotos de los streakings limeños. Los roqueros de aquellas épocas también se sumaron a las protestas y corrieron desnudos por las principales calles de la capital. Quizás la moda se impulsó cuando en 1974 el actor Robert Opel, en una de las ceremonias del Oscar, corrió sin ninguna prenda detrás del presentador David Niven.
ENTREVISTA PUBLICADA EN LA REVISTA IMPRESA LIMA GRIS N° 6 LA PUEDES DESCARGAR AQUÍ https://www.limagris.com/descarga-la-revista-lima-gris-n-6-con-solo-un-click/