A propósito de la “Fiesta Conceptual: Rompiendo Tabúes y Derecho a la Libertad Sexual”.
Nos avisaron que el fin del mundo sería en el jirón Camaná 976, y, en vez de escapar y alcanzar las alturas, decidimos descender a las catacumbas del placer, encontrar el santo grial de la demencia pornográfica o los élitros de los ángeles sin sexo disponible. No habría redención ni perdón por los pecados cometidos, y así lo hicimos saber a las hordas caníbales que ya asomaban sus crenchas, sus corpiños y su ferretería ambulante: clavos, tachuelas y leznas, cargando los cráneos de los vencidos o los de utilería con que los niños discapacitados de la plaza Francia juegan fútbol y amenazan a los transeúntes que no quieren pagar peaje o se aferran a sus pertenencias, que ya no tienen ningún sentido: la billetera o la vida: la vida. El culo o la vida: el culo. La vida todavía puede esperar un tiempito más.
Isabel Nada, punks y poeta contra todo me pasan la voz a unas cuadras del epicentro, sus muletas son la mejor arma para enfrentar la desidia y la doble moral de una ciudad putrefacta que ama a sus putas y travestis a hurtadillas, por lo bajo. Intento cargar en peso a Nada para apresurar la marcha, pero ella, autosuficiente, cenobita, no se deja; compra cigarrillos y me ofrece uno. No fumo, pero no puedo negarme. El cigarro es el derecho divino de todo condenado. A unos metros de distancia, Richie Lacra nos escolta y chalequea heroicamente hasta el lugar de los hechos. Poco a poco, se van aglomerando los que serán devorados o pelearán por sus vidas hasta el último vómito, vómito que comerán desesperadamente los escuálidos perros que aún deambulan en una callecita aledaña que funge de letrina pública y vertedero municipal.
Ya en la puerta, un flaco de mallas negras y con corte de mohicano nos da la bienvenida y dice que esperemos un rato: dos horas, 120 minutos, 7200 segundos; los equipos de sonido recién están llegando y la caballería medieval ha tenido un retraso por razones geopolíticas: es sábado por la noche y el cono norte –de donde proceden los pertrechos– se encuentra atestado de vehículos rugientes, que, como bestias ansiosas, echan humo. Aliento a azufre. Halitosis severa. Nadie puede presagiar los alcances y las consecuencias de este acto performático que ha convocado a diversos colectivos alienígenas a entregar su arte sin otra intención subalterna. Arte-por-el-arte, aunque ya ciertos criticoides a sueldo hayan soltado la hiel y afirman “categóricamente” que “no-pasa-nada”. Mejor será poner a prueba cualquier duda.
La espera se hace larga, pero, cuando decido que hay que hacer hora por ahí, caminar por las calles aledañas buscando algo que distraiga la mente o quizás tomar una cerveza o un vino en cualquier huarique, aserrín y excrecencias de por medio, solo entonces mis oídos se crispan ante la explosión nuclear de los parlantes que botan fuego y amplifican los gruñidos y aullidos de una fémina rubia que, posesa por algún íncubo o súcubo, no deja de maldecir y condolerse por algunos golpes metafísicos –o reales, producto del pogo– que la torturan y convierten, durante largos minutos, en el centro de la atención, iluminando el escenario como un sol radioactivo de cabellos de choclo.
El conversatorio sobre sexo y culturas marginales se abre y todos los parroquianos, vestidos de negro, látex corrosivo, pantimedias, corpiños, manoplas y petos, se aglomeran; algunos optan por sentarse en el suelo y aprender algo más de lo que llevan entre las piernas. Los cuchicheos crecen como los pregones de los mercados o los modernos dazibaos que informan desde las paredes descalichadas y pestilentes de la avenida Wilson. Solo alguien pregunta en la oscuridad: ¿Por qué cuando hablamos de sexo lo hacemos en voz baja? Por qué, por qué, por qué.
A un costado del evento pospornoterrorista, una exposición de dildos, artículos para dominatriz y pequeños juguetes sexuales toman significado en las manos de los posibles compradores. Una mujer atractiva, con unos kilos de más, oferta figuras simbólicas de la parafernalia dark, gothic,new wave, así como marrocas, cueritos y otros afeites para damas agresivas steampunks, full metal jackets, poselectric emos, straight edge. Le pido una tarjeta y me dice que se le han agotado, apunto mentalmente su página del Face: guantes.lune.noire, así como también la del que oferta plastic sexs: sexshopmiraflores.com. El local se empieza a llenar. Solo cinco soles cuesta acceder al placer voyeurista/froteurista con posibilidades de algo más.
Alguien ha corrido el rumor de que habrá sexo explícito y sin preservativo. Un tipo como Ron Jeremy y una ninfa a lo Kelly Divine amenazan con desnudarse. Lo mismo hace una artista de tatuajes, escarificaciones y piercings para levantamiento aéreo en grúa telescópica. Quizás como dijo Oscar Wilde: “la única forma de vencer una tentación es dejarse arrastrar por ella”. Al fondo del local, una mujer exuberante embutida en una microfalda y un strapless de goma empieza con las sesiones de fotografía. Le aviso a Juan Carlos Michilerio, nuestro fotógrafo todoterreno, para que empiece con el flasheado y las capturas de imágenes; si no todo esto podría ser un cuento de Alicia en el país de las maravillas o parte de Hostel o Hellraiser. La noche empieza a ser propicia. La Luna es la nalga de una mujer a punto de arrodillarse. La estoy viendo y no puedo hacer nada por ella ni por mí.
Un grupo de amigos formamos una ronda, ahí está la popular Patty Camacho con sus dos damas de hierro, a las que denomina “Las Nuevas Wachiturras”. El subte Monín celebra todos los entuertos alternando cada cierto tiempo con salir a ver su moto “para que no se la levanten en peso; siempre se llevan los espejos, carajo”. Richi Lakra permanece en constante estado de euforia, lo mismo que Isabel Nada, que, mitológicamente, vuelve a aparecer. Sus muletas son ahora dos alas de aluminio, sus piernas delgadas son las raíces de un árbol que crece encima de ella. Baphonet la protege. La conversación con Alfredo Vanini siempre es provechosa, sobre todo porque empezamos a recordar escenas de viejas películas y citas exactas que orlan y matizan el intercambio. Katalina Rosaforte, la musa antisistema que se desnudó encima de un patrullero, bebe un quero gigante de cerveza, mientras la mesera, una fornida colombiana de Bogotá, nos conmina a consumir o morir en el intento. Alguien se disculpa a media voz: “Hoy me toca manejar.”
Cuando todos esperaban el desfile sadomasoquista, nos enteramos de que alguien, aprovechando la distracción del público, ha hurtado la mochila con todos los implementos bondage–dominatrix y ahora tenemos que conformarnos con la música posindustrial que empieza a hacer de las suyas llevándonos a los terrenos de la locura o a cualquier lado, pero muchos de nosotros seguimos pensando en el desfile; incluso unos góticos han ido a reclamar al organizador, y este ha jurado y rejurado que hará lo posible para salvar el espectáculo y que, de todas maneras, habrá desfile así tenga que salir él mismo con una hoja de parra.
De modo que, como buenos soldados, montamos guardia al centro del anfiteatro, especialmente acondicionado con dos biombos de papel transparente, pero antes se anuncia que un titiritero hará una presentación especial. El acto va precedido de una música en piano, el atrezo consiste en una tarántula disecada, una calavera, velas y unos inciensos que empiezan a aromatizar el ambiente. De pronto, una muñeca con ropa de novia toma vida, se empieza a mover. El público permanece en estado de trance. La oscuridad intermitente ralentiza toda acción. La muñeca da unos pasos, gira, se retuerce, extraña al ser amado, no soporta su ausencia, sus sentimientos se rebalsan sobre la mesa, donde se ejecuta la performance y, finalmente, muere. La muerte es una tela negra que la atrapa, pero, cuando todos pensaban que el mal había triunfado, un hábil movimiento de manos logra poner un foco debajo de las faldas de la novia y esta empieza a volar, a irse por los aires y alcanza el paraíso o el erebo.
Los aplausos se suceden. Ahora solo falta el desfile, pero, a último momento, se anuncia que habrá una puesta en escena. Los parroquianos siguen sin moverse, todos esperan ver algo más, “ganarse” con algo, “comerse” algo, aunque sea con los ojos inyectados, rojos de tanto colirio Eye-Mo. El sketch tiene una trama sencilla: dos parejas se seducen y son arrastradas por sus pasiones tras los biombos. Los desnudos y las escenas de sexo se ven a través de un teatro de sombras, unos potentes focos se encargan de hacernos llegar los movimientos pélvicos, las felaciones y cunnilingus; pero el sexo heterosexual no tiene mayor trascendencia: aquí nadie hace caso a las ortodoxias sexuales o a lo politically correct en cuestiones del catre.
En la segunda escena, la cuestión cambia y se invierten los papeles: hombre contra hombre y mujer contra mujer. Todo el gallinero vuelve a alborotarse. La gente se jala de los pelos. Carcajadas, risas nerviosas, rictus, éxtasis y orgasmos múltiples se contagian y expanden vía las feromonas. La lava ardiente cae sobre los parroquianos y demás espíritus sufrientes. Es el fin. Fin del mundo en el jirón Camaná 976. Y, otra vez, miradas sospechosas sobre culos y glándulas mamarias de silicona. Bocas con afta y herpes confundidas en un beso negro. Ladridos de punks caníbales se lanzan sobre la carroña de la noche agonizante. Un camión de basura se llevará todos los recuerdos, no hay duda. No debería haber duda.