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Reflexiones al pie de una noticia

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Escribe: Dante Castro

A mi abuelo materno no le hacían mucho caso en las grandes reuniones familiares. A veces, una gracia. Dos tal vez. Al año, las fiestas de siempre, desde la navidad hasta el día del padre, sin dejar pasar su cumpleaños. Todas las gracias eran para “la gringa”, así el decían a mi abuela italiana, su esposa. Mi abuelo podía pasar desapercibido y muchas veces me sentí en la necesidad de darle un toque con mi invisible varita mágica para que existiera.

Me convertí desde chico en su confidente, lo acompañé desde muy pequeño a sus largas caminatas por el Callao. Antes de cumplir los 5 años oía anécdotas impropias para niños, de la mano de mi abuelo materno, caminando por toda (dije toda) la avenida Sáenz Peña. Llegábamos hasta el embarcadero de la plaza Grau y de allí seguíamos hasta La Punta. Ahora me entienden mis amigos por qué soy tan caminador. Luego vino la experiencia con mi padre, cazador, luego nos aventuramos más adentro, selva, aguajal, monte, como mochilero. Y luego ya no cuento. Pero fue mi abuelo el que me condicionó a las largas caminatas chalacas.

Me presentaba con orgullo como “su nieto” ante sus amigos ya mayores. Me di cuenta que él formaba parte de una gran confraternidad. No lo supe hasta después. Mi abuelo fue militante del Partido Aprista Peruano, pero no cualquier militante. Usted, querido lector, está acostumbrado a retorcerse de indignación cuando le dicen “aprista” a alguien, se acuerda del panzón corrupto, dizque “suicida”, de Rómulo León Alegría, de otros similares. Pero a usted, querido lector, capaz ni le han contado acerca de las revoluciones apristas en los primeros 30 años de ese partido.

Dante Castro en brazos de su abuelo. Foto: Archivo del autor.

Fue el primero en ser rotulado como “terrorista”, porque el aprismo hacía atentados dinamiteros, rebeliones armadas, asesinatos selectivos, etc. Otra cosa es que después, pasó de ser revolucionario a robolucionario. Por eso, mi abuelo formó parte de la larga lista de perseguidos, apresados, arrestados, mientras que a otros como él los torturaron o desaparecieron. Volviendo a mis primeras largas caminatas chalacas, mi abuelo me presentaba a sus amigos: sastres, carpinteros, zapateros, relojeros, etc. Lo trataban con mucho respeto. Cuando fui militante comunista, entendí a quiénes me presentaba él: eran los ex presidiarios, ex perseguidos, los que formaban la lista negra de eternos desempleados que tuvieron que aprender un oficio para sobrevivir. Muchos abandonaron las filas apristas, desilusionados por la convivencia con Prado y la ulterior alianza con aquel que los persiguió con más saña: el general Manuel A. Odría. Otros siguieron bajo la fe ciega en el histórico jefe. Recuerdo que uno de mis chistes más crueles en los años del primer gobierno de Alan García era decirle: Papi, ¿cierto que eres de la FAO?… Él me contestaba con una interrogación. Yo le aclaraba: de la Federación de Apristas Olvidados. Cruelísimo chiste, pero la verdad para todo partido que olvida a su fuerza de choque como elementos sin cerebro, carne de cañón o fusibles cambiables. Por eso dije al comienzo: no era cualquier militante, sino de aquellos que ponen su sangre para demostrar sus razones. Y sus compañeros, distribuidos por todo el centro del Callao, sobreviviendo como artesanos y oficios menores, eran un confraternidad de derrotados.

No es la historia de mi abuelo la que me llama a escribir estas líneas, sino la historia que se repite como su tragedia o como su comedia (Marx dixit). Conforme pasaban los años e iba creciendo, seguí acompañando a mi abuelo en sus paseos. A veces no encontraba a alguno de sus amigos, el reducido local estaba cerrado, preguntaba a los vecinos. Le respondían. Él sin proponérselo repetía las mismas palabras que en casos anteriores. “¿Murió?… ¿Cómo que murió?… pero si hasta hace una semana…”. Veía su desazón, aquella tristeza que por una muralla de virilidad no se permitía inflexiones, pero su mirada extraviada y las manos en los bolsillos me decían todo lo demás. Seguíamos caminando, mientras como nieto pensaba: “Ay, abuelo, si el amigo ya tenía sus almanaques”. Los siguientes visitados comentaban con él, recordaban alguna hazaña, pero la lista fue reduciéndose conforme pasaba el tiempo. Mi abuelo murió a los 99 años, los sobrevivió a todos, pero esperaba ansioso la visita de su nieto subversivo con el cual podía conversar cosas interesantes, no banalidades, y jugar extensas partidas de naipes. A pesar de las distancias ideológicas, fui su confidente.

Marx tiene razón cuando dice que la historia se repite como su tragedia. Esta vez no se trata de comedia. He llegado a la edad en que la noticia de la muerte de un militante, de un camarada con el cual he compartido jornadas de lucha, hechos de riesgo, me asalta antes que me reponga de la anterior. Muere uno, muere otro y después otro más. La generación 80’ fue resultado de un proceso formativo que data de dos generaciones anteriores, honorables, gloriosas y sacrificadas. Pero nuestra generación 80’fue la que masificó las consecuencias del compromiso militante. No fue patrimonio de un partido o de dos, no solo fue el sacrificio de los alzados en armas sino incluso de quienes hicieron de la acción directa de masas una forma superior de lucha.

Intento llegar a explicar una forma de soledad. Hoy no hablaré de los caídos en acción. Cuando comenzamos a perder, por razones de salud o cronológicas, a quienes siempre estuvieron a nuestro alrededor en momentos de riesgo, surge una extraña y peculiar sensación de soledad. Sin quererlo, tenemos referentes generacionales. De alguna forma, son partes del rompecabezas que componen nuestras vidas y poco a poco ese rompecabezas muestra espacios vacíos. Conforme pasan los años, te faltan más piezas. Un cubano ex veterano de Angola, me explicaba su rudimentario concepto de la fraternidad entre combatientes. Lo confirmaba en cada anécdota de la campaña de Luanda, recordando nombres y apodos. Esa fraternidad existe. Este cubano, después de un año de frecuentarnos, cuando le anuncié que regresaba a mi país, me felicitó, pero a su vez se secó un par de lágrimas involuntarias. Él que había sido tan rudo, él que no necesitaba presumir de su valentía, me decía: “es que yo sé que no te volveré a ver”.

Hoy recibí la noticia de la muerte de Beto Phumpiú, rostro infaltable en cada conflagración de masas, entre las fumarolas de gases lacrimógenos, los varazos y empellones contra escudos. En ese rompecabezas faltará una pieza que nos acompañó desde que éramos cachimbos. La muerte se ha llevado un pedazo del escenario, desde hoy incompleto. Ahora entiendo la desazón de mi abuelo, ahora entiendo las razones del cubano ex combatiente en Angola, ahora entiendo, gracias a esta breve reflexión, esta soledad que va ensanchándose conforme pasan los lustros. Será que estoy envejeciendo o que mis historias empiezan a ser viejas.

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