Opinión

Querido diario (6-7 de julio)

Lee la columna de Mario Castro Cobos.

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La forma de sus pechos. Su tamaño. Su disposición. Su redondez. Más que la mayoría de pechos los suyos apuntaban en direcciones opuestas. No la miré ni lascivo ni tenso ni insistente. Lo juro (ante los pechos de mi mamá). La mirada solo vio algo hermoso, y luego vio la cara. No era fea. Llevaba unos lentes grandes, como una escafandra. Su reacción fue ambigua. Movió las manos para tapar los pechos con la chompa que estaba suelta sobre ella, sin abotonar. Yo me sentía en un estado de tranquilidad, sus pechos no me excitaron, al contrario, había en ellos aparte de su hermosura, un algo tierno y maternal (sin exagerar).

Ella pretendía tapar al menos un poco sus pechos pero la chompa dulce y liviana no le hizo caso, no los hacía menos visibles. Las manos tapaban y destapaban lo que yo debería mirar y a la vez no mirar.

Alguien, pequeño, decidido, mueve las piernas. Dentro, sentado, en una coraza o un caparazón abierto. Y con ruedas. Atraviesa el aire y la luz. Entra y sale de la sombra. Avanza girando apenas el timón, lo agarra con concentración y con firmeza, se siente un experto aunque, de vez en cuando, se le escapa un pedal, y con él una sandalia. Lo que hace en su carrito significa para él, casi siempre, solo movimiento y placer. Está tan concentrado que olvida con facilidad que esto es un parque frondoso y que lo anterior era una pequeña plaza. Más tarde conocerá la bicicleta, más alta, más desnuda, y los patines, esas caricaturas de alas en los pies, y así se enamorará aún más loca y decididamente del ángel dulce y feroz de la velocidad.

Una ardilla tocando tierra en una tierra donde no abundan las ardillas era un doble espectáculo. Tan rápido como bajó se trepó. Sus movimientos son seguros y nerviosos. Su alerta es continua. Se mantiene en la parte baja del tronco del árbol. Su cola es tan larga como el resto de su pequeño cuerpo. Sube, baja, duda, da un par de vueltas sobre su eje y finalmente se interna como una bailarina transformada en ardilla en el follaje del árbol. Dejo a un lado mis vagos pensamientos y decido acercarme. Inspecciono el follaje. No creo que sea muy fácil, incluso para ella, dar el salto de este árbol al más cercano, que no está tan cerca. Espero con serenidad como quien sabe que mirando así pronto la veré. Ardilla ardilla la invoco mentalmente. Aparece a los pocos segundos. Su pelaje es del color del tronco, no del follaje. Se mueve más tranquila, como si estuviera en su casa. Oigo un pequeño ladrido, y al mirar veo a una mujer jalando un perro; ella me dice como de pasada ¡mirando la ardilla!, yo respondo mmm! asintiendo mientras ella ríe con complicidad y pensando acaso que parezco un niño con cuerpo y cabeza estirados hacia arriba. Y ahora qué. La ardilla me mira. Su rostro es delicado. Tenía algo de conejo y algo de ratón pero de un aspecto estilizado. Me mira de frente sin disimular su curiosidad y con aparente ausencia de miedo. Me parece algo raro pero siento que tal vez invadía su intimidad, su intimidad de ardilla.

«Eran muy jóvenes. A ella se le llenaban las mejillas al sonreír y él la besaba justo en ese lugar, en la zona de la cara que la felicidad de la sonrisa hacía más elevada, carnosa y redondita. Le dio rápidamente (sin avisarle antes, lo que la hizo sonreír aún más) dos pequeños besos cariñosos en la cumbre adorable de una mejilla, y esa parecía la mejor manera de decirle te quiero por el momento. Él iba junto a ella y eran casi del mismo tamaño pero él la miraba como en un segundo plano y ella mostraba la cara al mundo como un fresco sol encantado (aunque era de noche y hacía frío) y él era discreto como una nube alrededor».

Nuevos proyectos. Día intenso. Leyendo. Escribiendo. Como en casa, contra mi costumbre. Son las 7 decido salir para tomar distancia y ver ‘desde fuera’ o mejor, sentir cómo ha sido el día, lo que haré hasta que me duerma, y qué haré mañana.

Me relajaré y descansaré viendo y escuchando ‘gente normal’, pienso, mientras me pongo una casaca sintiéndome vagamente una parodia de astronauta.

Al primer minuto, llegando a la esquina, un tipo en motocicleta dice (no sé por qué) ‘Da miedo. Aquí trabajando’, a sus amigas o parientes que se encuentran a unos metros, a manera de saludo…

Avanzo. Una cuadra después. -Mientras repaso la escena que no entendí- y en eso, al pasar junto a ellos, escucho a un pata diciéndole a otro, o más bien confesándole: ‘No sé qué hacer’.
Tres cuadras después. Falta media cuadra para la avenida más grande. Una chica, a paso vivo, ensimismada, celular en mano, próximo a la boca, como si se acercara a un chupete o a un oído, dice una sola palabra (como si fuera el orgasmo de su discurso): ¡Horrible!

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