Opinión

Querido diario, 11 de julio

Lee la columna de Mario Castro Cobos.

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Luego de tiempo, experimenté la impresión aquietadora y vivificante de un descanso profundo, y no sé si ‘total’; parte relevante del mismo fue una sensación que traduzco como ‘mi cerebro está masajeando a mi cerebro’ y solo despierto surgió entonces la lógica pregunta de ¿cómo lo hizo? cuando todavía disfrutaba del placer de sentir que el mundo era tan suave como un sueño. Otra manera de decirlo, creo que más sencilla, sencillez de brevedad casi peligrosa, es que sentí algo cercano a la plenitud. No sé a qué exacta profundidad estuve (si en realidad estuve, si existe ese ‘ahí’, yo creo que existió, es lo que creo, aunque creo que no basta), es decir, en qué dimensión localizable de mi ser (y casi de mi no-ser) se produjo el fenómeno. Dicho de manera trivial, dormí con la placidez de una paz adorable, como un niño que se siente protegido y por supuesto amado y se expande como masas de mar y nubes o como alguien que hace el amor entre dormido y despierto buceando en otro cuerpo aún más dormido; una pesadez remota y dulce que al fin pudo liberarse de los sostenes carnales y mentales de la gravedad. Era cada vez un espectador más tenue del alejamiento de mi conciencia. Como cubriendo y envolviendo el interior de mi cerebro se produjo una caricia masiva y sabiamente lenta, hermosa, oscura, cálida. Como algo sin nombre, que me hizo feliz. El bajo el agua supongo que sin agua, del sueño, abarcó un tiempo relativamente corto, pero bastante intenso, como una nota alta, que se mantiene fluyendo sin un solo átomo de áspera tensión. La idea de que todo mi cuerpo siempre estuvo dentro de mi cerebro hizo su aparición.

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X no se propuso en modo alguno desempeñar el papel de testigo de excepción de una serie de escenas curiosas (que podríamos llamar un amor desdichado) que animaron su laborioso aburrimiento casi sin descanso. El semblante de X palidece, cuando, por una de esas casualidades que cualquiera ha vivido, a uno le toca cruzarse por un puñado de segundos con alguien que no pensaba ver… No da la cara. Metáfora o figura de: no mira de frente. Es más, casi cierra los ojos. Su cara se ausenta de su cara. Su cara no se diluye pero sí se ‘desanima’, se entristece y acusa una falta de expresión, que es en sí misma, sin embargo, bastante expresiva. Su cara dice que no quisiera estar ahí pero surge la sospecha solo contradictoria en la superficie de que muy a su manera disfruta el momento. Se aprecia en el fondo (bueno, no tan en el fondo) de su nada disimulada rendición una especie de atávica terquedad aunque en primera instancia no lo parezca así. Se sigue lamentando (especulación) por el espectáculo del juguete roto de manera irreparable de unas ilusiones propias y ajenas. Decirle algo a continuación de su pequeño jeroglífico anularía o acortaría el entre cómico y sagrado abismo, y sería además como romper violentamente un vidrio con aspecto de columna, y está claro que yo por supuesto prefiero, para efectos de supervivencia, la paz ambigua y solitaria de la salvadora distancia.

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La chica, bailando, en el último número, el número sorpresa, acordado de improviso, en el homenaje al viejo doctor, exhibía (como si no lo supiera, pero sabiéndolo) una particular sensualidad. En teoría, o desde el prejuicio de una teoría bastante prejuiciosa, que sumisamente adora la exhibición maniática de ‘armonías redondeadas’ (o si no de delgadeces barbie o exotismos y excentriciadades corporales calculadas) algo así (como lo que veía, y poseído por la visión) no tendría que suceder (y sucedía sin embargo, y de manera muy poderosa, y hasta asombrosa). Su cuerpo era, visto sin piedad, desde la teoría cuya fiabilidad u operatividad negamos enérgicamente aquí, un ensamblaje por lo menos dudoso de piezas que si funcionaban bien juntas era porque no estaban conscientes de cómo no encajaban. Pero las ondas de felicidad sexual vigorosa y animada de los desplazamientos superaba toda notoria imperfección. La sonrisa, que aumentaba de manera considerable los labios, casi como una bella flor carnívora, o como una erección en miniatura que se difundía por toda la cara, así como un gesto súbito de voluntad, entre imperiosa y juguetona, a partir de la frente y las cejas, irradiaba su magia, como una orden a la totalidad de su organismo, que potenciaba avasalladoramente el atractivo y relativizaba la asimetría de ese juego de un vientre que no era precisamente gracioso y plano, un trasero más abajo de lo recomendado por los libros de dibujo y unas piernas a lo más simpáticas pero por lo demás bastante normales incluso en su agradable expresividad, especialmente de los acogedores muslos. El vestido era por su parte como un guante infidente que realzaba con orgullo impúdico lo que hubiera tenido que, más elegante, al menos según las distinguidas convenciones que no había sido por suerte respetadas, disimular.

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