El Perú ha entrado a un nuevo pico en la pandemia del COVID-19; siendo el único país de América Latina en superar los 600 fallecidos por millón de habitantes y llegando a casi 9 mil contagiados, por día, esta semana. Parece que, así como en cuestiones de corrupción – durante toda la historia republicana – siempre se pudo caer más bajo, en las estadísticas por el coronavirus siempre se puede subir un poco más. Pero ¿Qué pasó con el milagro peruano?
Durante la última década se presentaron informes y estadísticas que hablaban del milagro peruano en economía, en resumen: que luego de la crisis de los 80, el Perú se había recuperado económicamente gracias a las doctrinas neoliberales y que era un motivo de orgullo. Que debíamos confiar porque el sistema funcionaba. Los más avezados lo resumían en: el pobre es pobre porque quiere.
Este festín económico (como también se ha analizado innumerables veces) dependía más de los vaivenes de la demanda mundial, que de un manejo y control interno; la minería como principal producto exportador está sujeto a las variaciones de los precios en el extranjero y al no tener una industria nacional, nos supeditamos a la demanda externa. Esta práctica, que beneficia primero a los grupos de poder, fue enmarcada en el dinamismo del chorreo, pero a quienes estaban en la periferia les llegaba un goteo y quienes estaban excluidos solamente escuchaban el sordo rumor de un caño vacío.
De todos modos, se decía, debíamos alabarnos por cumplir los estándares de los organismos internacionales; el Perú iba bien, el milagro era una realidad. Los apologistas de este milagro en un intento falaz de ser inclusivos trataron de incorporar en su ideología a los migrantes y a sus hijos: los emprendedores, los denominaron. Para los emprendedores se abrieron los mercados, se los convirtió en clientes, se diseñaron proyectos de vivienda, incluso problemas estructurales como el racismo disminuyeron, un poco, para mostrarles un entorno económico supuestamente inclusivo. Eso sí, el credo y las buenas costumbres estaban claras: individualismo y trabajo constante, compra compulsiva de mercaderías, endeudamiento, fe en el sistema.
La antigua clase media: la burocracia estatal, los ricos venidos a menos, los medianos industriales fueron incorporando en su seno a los emprendedores; la clase media crece, decían las cifras. Detrás de ese crecimiento estaban los endeudamientos esclavizantes con las universidades, el esquilmo de las AFP, las hipotecas de los grandes grupos crediticios, el enfeudamiento al negociado de la salud. Un hijo en un hogar de emprendedores no es un hijo: es una inversión. El pensamiento individualista caló hondo: cursos de inglés, talleres de computación, carreras de negocios. El truco era cumplir con los postulados del mercado, como si de puntos bonus se tratara, adquiriendo de este modo las credenciales que lo insertaran a uno, esta vez sí, en el goteo económico.
El milagro es un hecho, decían sus apologistas.
Pero sucedió lo que pasó hace cien años; vino una pandemia y en cuatro meses trastocó el milagro peruano en una pesadilla: Perú es el tercer país con más muertos por 100 mil habitantes en el mundo.
Los emprendedores y los miembros de las clases medias ven cómo su patrimonio va disminuyendo, los bancos agarrotan con sus deudas, los servicios básicos chantajean con sus moras, las AFP dicen resguardar la plata del pueblo, pero están pensando cómo proteger sus inversiones… y la clase media se da cuenta que está más cerca de los pobres que de las élites. Que el crecimiento se construyó en un terreno endeble, que bastó un soplo y el castillo de paja se derrumbó.
Quizás algunos miembros de las clases medias consideraron, en algún momento, que, por el hecho de compartir espacios o lugares de veraneo con las élites, su lugar era ese y tenían que defender a quienes les repartían un poco de ganancias. Hoy la pandemia demuestra lo contrario: las élites saben cómo resguardarse y cómo acorazar su patrimonio. Hoy la clase media ve realmente dónde está situada, sin los espejismos de los apologistas del milagro económico. Porque el milagro peruano era un tigre de papel y el huracán de la pandemia lo ha soplado. Porque el milagro, que se pensó como promesa, es una deuda permanente.