Actualidad

«PUTUMAYO», Un cuento de Luiz Carlos Reátegui

Published

on

El hombre corre lo más rápido que puede, su frente está marcada con letras que él no entiende, tiene el torso desnudo, está descalzo, solo lleva un taparrabo de tela de tocuyo. Sus muñecas y tobillos tienen campanillas adheridas en forma de pulseras que suenan como una horda de grillos chirriantes cantando al mismo tiempo. La suma de las numerosas costras salpicadas, enlutan su espalda. Ha perdido la orientación pero se introduce apremiante en selva virgen. Su fallecido abuelo, siempre le enseñó que, si un día se perdía en el monte, debía caminar sin claudicar hasta toparse con un pequeño arroyo ya que, siguiendo su corriente, este lo conduciría a un riachuelo que a su vez terminaría por desembocar en un generoso río y, en sus riberas, de furiosa belleza, tarde o temprano se cruzaría con embarcaciones o pobladores que lo pusiesen a salvo.

Parece escuchar el ladrido de los perros a lo lejos, vuelve a correr otra vez y siente que van disminuyendo absorbidos por el viento. Toma un poco de aire, se inclina ligeramente, pone las palmas de sus manos sobre sus rodillas. En la hacienda, aún no se han dado cuenta de su ausencia. Probablemente lo hagan en la revisión al ponerse el sol, y para eso, él ya estaría a varios kilómetros selva adentro. A la altura de la cintura, tiene sujetada una bolsilla en cuyo interior se encuentran unas semillas.

Al anochecer, preguntaron a su compañero de campo si sabía algo, pero al no empeñar respuesta, lo castigaron dándole a latigazos para abrirle la piel y sangrarlo hasta que se le vieran los huesos, hasta matarlo, como lo hicieron con su abuelo. En ese momento nadie podía dar con su paradero, ni siquiera él mismo que, se aceptaba perdido después de haber andado tanto.

No logra ver mucho a través de los soplidos del viento negro, los tupidos árboles se vuelven impenetrables a la luna ceniza. Se siente débil, exhausto. El cuerpo rechupado de hambruna y, el alma, de dolor. Las manos le tiemblan, emite un gemido: es un sonido feo, bajo y áspero. Trepa a una copa muy alta para descansar y evitar ser devorado por las bestias salvajes, pues, de noche, en la selva, el suelo es traicionero. Recuerda cómo llegaron aquellos hombres blancos que con engaños les prometieron riquezas a cambio de sus tierras. Parecían amables las primeras veces, pero cuando se negaron a aceptar sus peticiones, cambiaron drásticamente. Incendiaron sus tambos, los separaron de sus familiares, mujeres e hijos. Los amarraron, los dejaron sin agua ni comida para someterlos. Se les agotaron las fuerzas, no opusieron más resistencia. Los trasladaron a enormes campamentos obligándolos a trabajar a espinazo partido, al punto de caer inconscientes, recién ahí les daban de beber y alimentarse, solo lo suficiente para reincorporarse y continuar abriendo campo a machetazos pos del tesoro lechoso.

-Me voy a escapar.
-No, no lo hagas. Nos castigarán a todos.
-Peor que eso es seguir aquí.
-Te van a encontrar, a donde vayas o te escondas.
-No me importa, si es así, al menos por un tiempo, habré sido libre.
-Me dejarás sin compañero de campo.
-Baja la voz, es hora de irme.
-Fede iima ziyi. (Vuela hombre pájaro)
-Iobidicué. (Te agradezco)

En medio de la copa, elige la rama más ancha y dura. Tiene la cara terrosa. Unta sus brazos con las cidras del camino para repeler a los insectos e isulas. De lo único que no puede protegerse es de la shushupe, la serpiente más letal del oriente, ruega al Yacuruna para que no coincidan en el mismo árbol a pasar la noche. La oscuridad lo ahonda todo, vuelve profunda cualquier superficie, incluso hasta el sendero más llano se torna peligroso. Con el cuerpo tibio, perdido y terriblemente solo, se recuesta, está tan cansado que no se percata cómo se le desprenden algunas costras de la espalda. Respira penosamente, con método, con cuidado. Empalado en lo alto, con los ojos entrecerrándose, las manos detrás de la cabeza, distribuye su peso por partes iguales, así conserva el equilibrio, rumiando palabras que apenas puede articular por sentirse desfalleciente. Anhela ver palidecer la madrugada, que rápido amanezca para poder llegar a aquel río caudaloso, erizado de espumas y corrientes desenfrenadas. Todos sus empeños, han terminado arrinconados por el tedio y se entrega sin atenuantes ante un espeso sueño.

Durante algunos días caminó sin estaciones, sin horas, sin climas, hacia ningún lugar, como en círculos infinitos y malditos que al parecer lo dejaban de nuevo en el mismo punto de donde había partido. A veces sentía que después de sortear rutas agrestes durante el día, volvía a dormir en el mismo árbol todas las noches. Era igual siempre, no se develaban paisajes diferentes ante sus ojos que le hicieran pensar que ya estaba en otro lugar. Sobrevivió con frutos amargos e insípidos que no brindaban al hambre sino un ardor más atroz, mitigaba la garganta reseca de sed lamiendo el rocío matinal en las hojas, llevándose insectos a la boca que también a él lo comenzaron a devorar. De a pocos se llenó de agentes extraños que anidaban en su piel, recomido por fuera, poroso, como si lo hubiesen atacado las termitas. Tenía que salir de allí y encontrar un poblado rápido. Pero no fue así, en ese estado, con los sentidos afectados, era imposible darse cuenta de cuán lejos o cerca se encontraba. El arroyo no apareció, tampoco el riachuelo, y el río solo existía en sus recuerdos. Sus piernas no resistieron más, desmayó afiebrado.

Amanece, un pescador lo ve tendido en la orilla, inmóvil. No tiene arrestos en cancelar su pesca y subirlo a su canoa. Lo lleva a una chacra río arriba donde él vive. Le da de comer y beber, limpia su piel. Tras unas horas, le baja la fiebre, pero aún balbucea palabras al azar y luego las mezcla con otras, en una lengua que, al pescador, le resuenan en la cabeza. Lo observa, es como él. Las manos son las suyas, la forma del rostro también. Se saca las sandalias y compara los pies, idénticos, como un pariente lejano o quizá un primo o, mejor aún, un hermano; como que si ya lo conociera de antes y ahora se han vuelto a encontrar. Es como verse en un espejo, experimenta una extraña cercanía, algo en su interior se alegra de haberlo podido divisar tendido en la orilla. En ese momento tocan la puerta.

-Guardián, escuche atentamente.
-Lo que usted diga, patrón.
-Hace unos días, robándome unas semillas de caucho, se escapó un esclavo. ¿Ha visto algo por el Putumayo?

(Cuento publicado en la revista impresa Lima Gris N° 16)

Comentarios
Click to comment

Trending

Exit mobile version