Escribe Augusto César Mosqueira
A propósito del argumento de la ley antitransfuguismo, que busca fortalecer los “partidos políticos” evitando los “saltimbanquis” dentro del Congreso, conviene precisar algunos alcances acerca de la ciudadanía para recién adentrarnos en el tema propuesto.
La ciudadanía más o menos plena en el Perú no abarca siquiera dos generaciones, pues nace con el voto universal sin restricciones desde 1980. De sus 37 años de vida, pasó 20 en medio de la violencia política (1980-2000), 4 de hiperinflación (1988-1991), 8 de dictadura (1992-2000) y durante sus casi cuatro décadas no logró combatir la pobreza ni la desigualdad. En este escenario, los incentivos para la participación ciudadana en la vida política del país son prácticamente nulos y si consideramos, además, el “triunfo del mercado” y el discurso globalizador que favorece el emprendimiento individual que señala a la política como una pérdida de tiempo, hallaremos que los incentivos en cuestión, son absolutamente nulos.
Dentro de la ciudadanía, deberíamos considerar la participación en la vida pública, como un eje fundamental, así no sea una participación de tipo partidario, vale decir, una estructuración colectiva de intereses en procura del bien público; sin embargo, en los hechos, la ciudadanía se ha restringido al ejercicio del voto y a la posibilidad de elección, lo que termina generando una forma de democracia “televisiva” donde cada cierto tiempo la ciudadanía vota y luego ve por televisión cómo transcurre la vida política del país en las altas esferas del Gobierno y del Congreso, en todo ajenas a su cotidianeidad.
Ahora bien, ¿es posible construir partidos políticos sólidos con este tipo de ciudadanía? De hecho, esta denominación, “partidos políticos”, es bastante generosa con lo que en el país llamamos “ciudadanía”.
Salvo el fujimorismo, las demás organizaciones tienen comportamientos públicos impredecibles: una parte de la bancada de gobierno ha pedido cambio de ministros, la izquierda a veces sin fijar claramente si es oposición o no sigue enfrascándose en la lucha intestina que la ha caracterizado siempre y Acción Popular, a veces progresista y otras, ultraconservador no atina dar alternativas ni salidas para el país.
Por otro lado, ¿cuántos de los “partidos” peruanos, tienen en realidad bases que lleven vida orgánica? No imagino en este momento a una “base” de Peruanos por el Cambio discutiendo cómo resolver la huelga magisterial o a congresistas fujimoristas reunidos con sus bases informando sobre los logros de su trabajo congresal.
El dinero de Acuña mientras tanto debe estar reclutando nuevos candidatos, sin discutir programas ni ideologías.
No es posible concebir a esas organizaciones haciendo actividades públicas proyectadas a la sociedad, como charlas, foros, cursos de formación y menos aún, actividades pro fondos para sostener la vida partidaria; a lo sumo, organizarán chocolatadas por navidad donde camuflarán nuevas formas de clientelismo.
En el APRA, si bien hay bases activas todo el tiempo, sus nulas posibilidades de democratización interna desalientan la posibilidad de renovación y con ella, la “estrella” será cada vez más fugaz.
En la amorfa derecha, los “partidos” son maquinarias hechas para ganar elecciones y ocupar cargos, organizadas para los procesos electorales, no tienen bases ni vida política más allá de los círculos cerrados de poder, ni les interesa tenerlas.
Del lado de la izquierda, tanto el FA como NP y el MAS, sí hacen vida partidaria pese a sus limitaciones (tanta que a veces hay paralelismo). Sus bases se reúnen para repensar el país, aunque quizá en las organizaciones con representación parlamentaria los hilos conductores entre líderes y bases son evidentemente débiles, hecho que se refleja en las dispares votaciones parlamentarias o en las tardías tomas de posición de los conformantes de los movimientos en cuestión.
NP busca, además, firmas para su inscripción electoral y esboza alianzas con aventureros regionales, procurando alianzas de cara a las elecciones del 2018, regateando un poquito de poder, hecho que (creo) podría desalentar a gran parte de su militancia. Sin embargo, las organizaciones de izquierda, por ubicarse lejos del poder y tener una lucha desigual contra la derecha, mantienen activa su militancia, aunque ésta no sea numerosa ni esté necesariamente imbricada en demandas populares legítimas como vivienda, salud, educación, transporte, servicios públicos y empleo.
En conclusión, antes que sancionar el transfuguismo parlamentario y financiar maquinarias electorales, deberíamos pensar cómo construir una ciudadanía activa – tópico prontamente clásico de la politología contemporánea en latitudes como la nuestra- llamada desde la izquierda como “poder popular”.
Con una ciudadanía dispuesta a movilizarse en pro de sus derechos, las organizaciones políticas se fortalecerían y recién podrían ganarse el título de “partidos”.
Con una ciudadanía activa, los partidos podrían convertirse en auténticos canales de participación política y los líderes políticos serian sometidos al escrutinio ciudadano.
¿Cómo hacerlo?
Desde las izquierdas, quizás podrían hacer más popular la agenda, abarcando no solo las justas luchas feministas, LGTB, indígenas, animalistas y ambientales, sino que deberían expandir estos alcances reivindicativos, también, a agendas masivas y con menos resistencias, como el derecho a educación, salud, servicios básicos gratuitos y de calidad, a la vivienda, etc.
Quizás, las izquierdas podrían brindar al ciudadano, construcciones políticas y soluciones en torno a estos últimos temas, con lo que se alentaría la participación ciudadana y el fortalecimiento de la participación política en los sectores desmovilizados (o que no tienen agendas sectoriales específicas). Este sería un nuevo comienzo para nuestras izquierdas, el problema es ¿quiénes se atreverán a iniciar este cambio?