Cultura

Profesor de literatura

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hans herrera

Durante años mi peor pesadilla era que volvía al colegio. El  uniforme, la insignia, la formación: firmes, descanso, atención ¡Distancia! El himno de los lunes al entrar mientras no terminas de quitarte las legañas; las odiosas matemáticas, lenguaje, religión, educación cívica, saludos a la bandera; la clase de arte, dibujo libre y todos  terminamos pintando el mismo paisaje inútil. Quién diría que las pesadillas se hacen realidad… y tan temprano.

5:30 am despertar para tomar el bus en un viaje interprovincial desde mi casa en Surco hasta el colegio en Independencia (¿Dónde queda Independencia?). Mi título: profesor suplente de Lengua y Literatura, de 8:00 am  a 2:30 pm los martes y jueves. Yo y mi modesto manual frente a 5 aulas, 150 alumnos, 150 caras que se caen de sueño, indiferencia y aburrimiento y solo 50 minutos por aula para meter todos el existencialismo francés y adjetivos calificativos posibles en las adolescentes cabezas llenas de Rick and Morty y Maluma, que a su vez regurgitaran en las estériles prácticas calificadas que yo mismo calificare en una remembranza de la masacre de Rescatando al soldado Ryan. Nunca vi tantos caídos en una sola tarde. Nunca un lapicero rojo en mi mano significo tanto poder.

El paisaje del aula antes que llegue el primer alumno es un horizonte de carpetas gastadas. Al fondo la ventana y una panoramica de claustrofobia; un muro de cerros se levanta y mata todo horizonte y en la cuspide pintada una amenaza: «Cristo viene ya!»

Si les hablo de la generación del 98 se duermen todos, si les cuento de Vallejo cosecho bostezos y si les recito Pizarnik doy ideas a las que se cortan las venas. No es broma, llevo alumnas que me muestran sus cortes con descaro. Veinte cortes en un brazo de la chica más graciosa del aula. Por supuesto esta rejalada en 4 cursos y repetirá el año. Otra se cree bisexual y me pide la ayude a redactar su carta de confesión a su madre. Trato de disuadirla explicándole que es joven, que a los 15 esta lejos de saber quién es. Que eso es un descubrimiento que toma tiempo y que no se ande apresurando con suicidios familiares por algo que cree sentir. Y la alumna me reclama por no seguir el estereotipo de profe de literatura liberal.

Pero si algo enseña la literatura es eso, el reflejo crudo de la realidad, que aquí solo hay gallinazos sin plumas que no saben responder ¿en qué momento se jodió el Perú? Mientras Cara de ángel va seguir mirándose en el reflejo del escaparate la ropa que no se puede comprar. Los problemas aparecen tan rápido como los granos y no basta con reventarlos. Aprobar tampoco basta y jalarlos menos.

En clase a nadie le importa las características del Romanticismo pero si prestan oídos cuando les hablo de las chicas con las que he salido. Para el chisme todos tienen oídos. Porque así entendí cómo atrapar su atención: abriéndome y contándoles de mi. Porque la clase no es Vargas Llosa. La clase soy yo. Y nadie cuenta mal su propia historia. Y la vida de uno mucho tiene que ver con la literatura. Y si les miento no hay modo que lo sepan. De eso se tratan las historias.

A segundo año le conté mi salida con Viviana, la llamé las dos horas más largas de mi vida, a quinto les relaté mi primera pálida, a tercero mis salidas con Pilar corazón de piedra y así por el estilo, y mientras les iba colando de contrabando lo barroco, neoclasicismo, realismo y naturalismo a granel y lo que no entraba, se los soplaba en el examen.

No sé qué y cuánto aprendieron de mí. Los exámenes no dicen nada. Pero una historia contada con pasión difícilmente se olvida cuando se siente, y mis mentiras siempre vivieron su verdad: «Fue la última vez que vi a mi tío Julio Ramón que ya viejo y canceroso se compró una tabla de surfear cuando él a sus 60 años no sabía ni nadar. Tenía 9 años y odiaba su olor a cigarros…»

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