Criticar a PPK es demasiado fácil, las burdas acciones que han caracterizado su primer año en Palacio, no requieren interpretación. Basta señalarlas literalmente para presenciar una inmolación ilimitada de todas las posibilidades que debería ostentar un estadista, en manos de un mero técnico. Pasaremos de eso, hartos de tanta coyuntura vana, y buscaremos esclarecer el fundamento del actual hundimiento de la política peruana, no en este régimen sino en todo lo que sucedió tras la “ilusoria” caída de la dictadura.
De hecho, un fenómeno clave que explica nuestra debacle contemporánea, es el fortalecimiento imparable del fujimorismo –en ningún lugar del mundo, salvo prueba en contrario, los hijos de un ex dictador se disputan “democráticamente” el poder en vías electorales– y no desde el 2006 sino desde la mal llamada “transición” regida por Paniagua.
Hasta ahora es difícil aceptar que no hallamos atacado el fruto principal de la hórrida cosecha del Fujimorato, es decir, la constitución de 1993. A algunos, nuestra juventud, en los inicios del siglo XXI, podría eximirnos de culpa, pero no definitivamente. En todo caso, la responsabilidad de las generaciones anteriores a la nuestra es una vergüenza y no se quiera creer que vistas las batallas luego de sucedidas transforman a cualquiera en un General, sino que estamos en la obligación de hallar culpables de esta desgracia y, lamentablemente, la población es la máxima responsable, con una dosis de énfasis en la intelectualidad que no supo formar parte de la clase política ni oponerse a ella en el más claro ejercicio de “emputecimiento” colectivo jamás registrado, ni siquiera bajo Leguía u Odría.
Además, debemos reflexionar que cuando se dice “entre el gobierno de PPK y cualquier cosa que hubiese propuesto el fujimorismo no existe más diferencia que el apellido del mandatario”, obviamos un detalle muy importante: cualquier otro mandatario bajo la constitución en entredicho y bajo nuestra tradición conservadora no podría hacer mucho para avanzar y marcar una significativa diferencia, toda vez que el lastre antilibertario causado por la dictadura subsiste plenamente en su origen, sobre todo cuando se contrasta con nuestra historia constitucional y con el artículo 307 de la Carta Magna de 1979, cuyo incumplimiento debe significar para todos los ciudadanos honestos y valientes del país una afrenta que no ignoraremos.
Octavio Paz expone en El Ogro Filantrópico, que el presupuesto liberal máximo es lograr una sociedad fuerte y un estado débil. El fujimorismo, en cambio, como casi todo régimen dictatorial, nos legó un estado más o menos fuerte y una sociedad debilitada, prostituida y hundida hasta el extremo de la misma muerte y la inconsciencia. La Marcha de los Cuatro Suyos, por ejemplo, fue sólo una apariencia zombie; Paniagua, otra. Lo que vino después, fue una antología del horror más asolapado, una absoluta aversión a todo lo que implique grandeza, un encumbramiento de la mediocridad, la corrupción, la impunidad.
La democracia no sólo es formal, no puede ni debe ser solo un ejercicio formal tal cual ha sido en nuestro país, sino que requiere de un contenido ejemplar. Esta ausencia de contenido ha posibilitado que la gente siga a los herederos del ex-dictador preso, no por un táper ni por las torpes argucias que enarbolan sus ingenuos “opositores” sino por una franca, aunque perversa, comprensión y complacencia ante su propia ruindad, acaso un ejercicio masivo de lo que Arendt entendía por la banalidad del mal y esto debe ser expuesto frontalmente y, desde luego, combatido porque en caso contrario, es decir, si mantenemos la típica indiferencia peruana ante los problemas, no existirá ninguna posibilidad para que este país llegue a ser mejor en el futuro.