Un libro, un discurso, unas palabras sencillas pueden ser inspiradoras, tanto que se conviertan en un referente de tu escritura, en un mapa de travesía para la tu propia literatura. Los escritores, como los intelectuales, pensadores y artistas tienen que erigir una mística que los anime y tenerla por fin y sustancia hasta el día de su muerte. Existe un viejo discurso que representa a cada de una de las razones por las cuales escribo poesía y hoy tanteo la redacción de novelas: la compasión, el amor, la esperanza, el heroísmo, la libertad, el progreso humano. El arte debe construir, solidificar, expandir y cultivar palabras que sirvan al perfeccionamiento de la vida.
En 1950 un tímido y casi balbuceante William Faulkner recibía el Nobel de Literatura (concedido en 1949). Dicen que el temor al público del tímido novelista lo entorpeció tanto frente al micrófono que su vocalización fue pésima y que la ilustre audiencia de Estocolmo solo entendió el mensaje de esta descomunal pieza oratoria al leerla algunos días después, ya escrita sobre un papel. El discurso de Faulkner al recibir el Premio Nobel de Literatura, quizás fue de los más cortos, pero sirve de luz a aquellos que hacemos de las letras una comunión con la esperanza y con el futuro.
A ellos y ellas se las dedico. Dijo desde su podio el autor de “Luz de agosto” y “El sonido y la furia”: “Creo que este honor no se confiere a mi persona sino a mi obra, la obra de toda una vida en la agonía y vicisitudes del espíritu humano, no por gloria ni en absoluto por lucro sino por crear de los elementos del espíritu humano algo que no existía. De manera que esta distinción es mía solo en calidad de depósito.
No será difícil encontrar, para la parte monetaria que entraña, un destino acorde con los elevados propósitos de su origen. Pero también me gustaría hacer lo mismo con el renombre, aprovechando este momento como pináculo desde el cual me escuchen los hombres y mujeres jóvenes que se dedican a la misma lucha y afanes entre los cuales ya hay uno que algún día se parará aquí donde yo estoy. Nuestra tragedia actual es un temor general en todo el mundo, sufrido por tan largo tiempo que ya hemos aprendido a soportarlo.
Ya no existen problemas del espíritu; sólo queda esta interrogante: ¿Cuándo estallaré? A causa de ella, el escritor o escritora joven de hoy ha olvidado los problemas de los sentimientos contradictorios del corazón humano, que por sí solos pueden ser tema de buena literatura, ya que únicamente sobre ellos sirve escribir y justifican la agonía y los afanes. Ese escritor joven debe compenetrarse nuevamente de ellos. Aprender que la máxima debilidad es sentirse temeroso; y después de aprenderlo olvidar ese temor para siempre, no dejar lugar en su arsenal de escritor sino para las antiguas verdades y realidades del corazón, las eternas verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y predestinada al fracaso: amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio.
Mientras no lo haga así continuará trabajando bajo una maldición. No escribirá de amor sino de sensualidad, de derrotas en que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanzas y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus penas no serán penas universales y no dejarán huella. No escribirá acerca del corazón sino de las glándulas. Mientras no capte de nuevo estas cosas, continuará escribiendo como si estuviera entre los hombres sólo observando el fin de la Humanidad. Yo rehúso aceptar el fin de la Humanidad. Es fácil decir que el hombre es inmortal porque perdurará; que cuando haya sonado la última clarinada de la destrucción y su eco se haya apagado entre las últimas rocas inservibles que deja la marea y que enrojecen los rayos del crepúsculo, aun entonces se escuchará otro sonido: el de su voz débil e inextinguible todavía hablando. También me niego a aceptar esto. Creo que el hombre no perdurará simplemente sino que prevalecerá. Creo que es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de perseverancia.
El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estos atributos. Ambos tienen el privilegio de ayudar al hombre a perseverar, exaltando su corazón, recordándole el ánimo y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta no debe relatar simplemente la historia del hombre, puede servirle de apoyo, ser una de las columnas que lo sostengan para perseverar y prevalecer.”