SUPERMAN Y BUKOWSKI BRINDANDO EN UN BAR DEL CENTRO
Por Luis Chávez
Empezamos primero en el Cordano con los Horazerianos, y más tarde continuamos en el bar Don Lucho, casi sin dinero para poder ordenar más cervezas, esta vez con otro grupo, el de las nuevas voces de la poesía, aunque no tan nuevas según Dora que era una de ellas; pues me dijo algo erizada: tengo más de diez años escribiendo versos; a lo que asentí sin mayor complicación. Lo raro fue que no hablábamos de política, a diferencia de otros. Dado que en esos tiempos atravesábamos una de las más graves crisis socio-políticas. Alternábamos de estupideces, a temas serios, de temas serios, a estupideces, y empezábamos la única cerveza que quedaba sobre la mesa. Curiosamente empecé a buscar con la mirada el aserrín que ya no había entre los pisos, porque estaban limpios y generosamente barridos; algo insólito en una cantina. Recordé entonces, por un segundo que yo jugaba con ese aserrín cuando mi padre se iba a “Don Lucho” a tomar con su gente, y yo muy chico, formaba una especie de barricada y pequeños cerros mezclados con los escupitajos y chorros de cerveza lanzados sobre el piso. Al rato, Dora y su acompañante se cambiaron a otra mesa quizá por nuestras limitadas finanzas. El humo y el olor de hierba que Johan empezó a fumar interrumpió mi recuerdo. Miriam que estaba a su costado, le dio una piteada y echó más humo de hierba que a mí me pareció algo rancio.
Kusturica, que estaba a mi costado izquierdo, sin mayor problema empezó a deglutir unos sanguches espartanos, y en un acto de caridad extrajo otros de su morral para invitarnos. Eso nos dio mayor aliento para seguir con la tertulia. Johan hablaba de este joven autor que ha escrito en el New Yorker de apellido Alarcón, diciendo que era muy bueno como escritor; y yo asentía, porque leí su primer libro de cuentos y me pareció genial la forma como describió el horror de la subversión de los ochentas, pese a que él nunca vivió en el país cuando las papas quemaron. Kusturica refunfuñaba diciendo que era un gran boludo y boludo, que estaba alzado, porque dizque una vez lo entrevistó, y se puso desabrido y esquivo cuando le preguntó si realmente había vivido en San Juan de Lurigancho. Pero Johan lo defendía, Kusturica lo atacaba, y yo me mantenía simplemente imparcial. Luego, noté un poco aburrida a Miriam y se me ocurrió hablar un poco de Bukowski, de que era mi autor favorito y de que había influido en mis textos, les conté brevemente ese cuento corto que narraba como un joven ejecutivo y soltero que vivía en un edificio del centro de Los Ángeles, llevaba ocasionalmente a su piso una chica distinta, y el portero del edifico fungía de cómplice para no delatar al joven. Pero un día, el mismo portero luego de haberse ganado su confianza, aprovechó para entregarle la correspondencia, lo miró a los ojos fijamente, y le hizo una petición poco apropiada. ¿Qué es lo que quieres? Le dijo el joven; y el portero en un arranque de valor le pidió que lo cogiese por el culo. El joven lo mandó a la mierda y salió disparado. Pero el portero no se dio por vencido, y ante tanta insistencia y perseverancia luego de mucho tiempo, consiguió que el joven se lo tire. Miriam recobró las ganas de opinar y empezamos hablar de las mujeres y del sexo, de por qué los hombres a la hora del coito terminan rápido y las dejan piconas, de por qué solo quieren clavar de inmediato sin cumplir los previos, de por qué todo, y absolutamente todo, en publicidad, en televisión, en revistas, en cine, y hasta en el propio arte; todo es mujeres calatas, de por qué a muchos de los hombres les gusta que dos lesbianas se calienten para él, de por qué a la mayoría de mujeres les aterra que su hombre sea bisexual, aunque allí Miriam replicó que no tendría problemas de que su novio se acueste con otro hombre.
Johan estaba algo chino por los tronchos que se había fumado, pero Kusturica se veía animado con la atrevida conversa, Miriam se relamía dando breves sorbos a las pocas onzas de cerveza que contenía su vaso. Empecé a excitarme, y opté por observarla y a su cuerpo entero imaginando ser Superman, el que puede ver a través de las ropas con rayos x, Johan se incorporó para echar en la rockola sus 50 centavos, que le daba derecho a dos temas musicales. La rockola con potente volumen interpretaba el primero; una de Lucho Barrios. Yo seguía mirando a través de los bluyines de Miriam y al mismo tiempo narraba algunas locuras pasadas, como la que me ocurrió en aquel edificio de la plaza San Martín donde funcionaba una importante Compañía de Seguros. Aquella mañana, yo andaba con mi enamorada y estaba erecto, y entramos al edificio que era de estilo clásico, y cuando llegamos hasta el interior del ascensor que por cierto era muy grande y estaba revestido de espejos biselados en bronce; estiré el brazo y pulsé el botón para subir al último piso. Se cerraron las compuertas, estábamos solos y lancé a mi enamorada al piso, me tiré sobre ella, le alcé el vestido y empecé a clavarla sin piedad, pensando que estaba seguro al creer que me hallaba en el Empire State, y que tardaría en subir algo de 102 pisos. El placer se transformó en bochorno en menos de un minuto, porque de pronto escuché gritos y rechiflas; estando boca abajo en el piso voltee hacia arriba, y vi a una muchedumbre de ejecutivos y ejecutivas entrando al ascensor con ganas de lincharme. Simplemente habíamos llegado al último piso, jalé a mi chica del brazo y salimos disparados.
Terminó el bolero de Lucho Barrios y la rockola no tocó el segundo tema, Johan protestó por sus 50 centavos, y se terminó la última cerveza…