Todo indica que la furia de la pandemia del COVID-19 se está apaciguando y tal como ocurre después de grandes desgracias como un terremoto devastador o cataclismos, corresponde a las autoridades de nuestro querido país y a la sociedad misma avocarse a la tarea de evaluar los daños y hacer las necesarias lecturas de lo ocurrido en todo este tiempo.
De acuerdo a los datos oficiales del sector Salud (al dos de octubre) los fallecidos a lo largo de los seis meses y medio de presencia de la pandemia en el Perú suman 32,609 personas. Vista a lo lejos es una cifra impresionante, abrumadora, perturbadora, un Estadio Nacional casi lleno si queremos convertir los números fríos en pura realidad. Por cierto, el añejo edificio de Santa Beatriz tiene capacidad para poco más de 43 mil espectadores.
Una mirada más en detalle, sin embargo, nos muestra que casi 23 mil de los fallecidos son adultos mayores, una franja etaria muy extensa en la que se ubican las personas mayores de 60 años en adelante y que, para facilitar la demografía y la estadística, está subdivida en rangos: 60 a 69 años, 70 a 79, 80 a 89 y 90 a más. Por tanto, ahí podemos apreciar a personas que gozan de perfecta salud al haber ingresado recientemente a esta categoría, así como una gran mayoría con diversos grados de distintas enfermedades asociadas al paso de los años, como cardiopatías, diabetes, hipertensión, sobrepeso, etc.
En un país con una histórica deficiencia en los servicios de salud, los primeros caídos en esta crisis sanitaria provocada por el virus han sido nuestros adultos mayores, nuestros ancianos. Nos creíamos un país globalizado, casi moderno, con el futuro a la vuelta de la esquina, pero he aquí que un bicho microscópico nos ha machacado en la cara que no hay progreso posible mientras no se fortalezcan los servicios básicos para toda la población.
En el Perú los fallecidos adultos mayores, sobre todo los de más avanzada edad, no murieron como producto de sus enfermedades asociadas al ataque del virus, sino por falta de atención. Lo dijeron varios médicos en el paroxismo de su esforzada labor en las unidades de cuidados intensivos, tenían que decidir quién vivía con los contados recursos de que disponían, lamentablemente los viejitos no eran prioridad.
¡Qué cruel dilema para un médico que tiene como misión salvar vidas! Y cuánto dolor para miles de familias que tuvieron que ser testigos de la lenta muerte de sus padres, abuelos, familiares y amigos, sin poder hacer nada más, en medio de locas carreras contra el tiempo para conseguir el ansiado oxígeno, que finalmente no fue suficiente. “La vida de mi abuelita sí importa”, expresó en un noticiero televisivo una joven en esos días de terror, resumiendo la impotencia de los familiares para quienes el abuelo sí representa una prioridad en la familia.
Esperemos que estas imágenes no se vuelvan a repetir porque en el Perú no se descarta una segunda ola de la epidemia, ni se sabe la intensidad que esta podría tener. En varios países europeos que parecían haber superado la pandemia el virus ha vuelto con fuerza y hasta ahora no se sabe cómo minimizar su acción.
Un Estado protector, como es al que aspiramos, no puede argumentar que la población adulta mayor no es prioridad en momentos de crisis de la salud, y la sociedad no debe permitirlo. Ahora se cuenta con la experiencia, los conocimientos y los recursos para que ello no vuelva a suceder, nunca más.