Pintura

Pedro Azabache el Último Indigenista vivo «Muestra Antológica»

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PEDRO AZABACHE «El Caballero de las Artes Visuales»

En la sala del Centro Cultural Inca Garcilaso, se está exponiendo la muestra antológica del maestro Pedro Azabache, el último indigenista vivo de la escuela directa de Sabogal y Julia Codesido.  Con 93 años Azabache continúa pintando. Aquí  podrán encontrar una selección de lo mejor del maestro trujillano. La muestra la pueden visitar hasta el  31 de agosto en jirón Ucayali 391 – Lima.

Escribe Luis Eduardo Wuffarden

Pedro Azabache es, con toda certeza, el decano de los pintores peruanos y el último representante original de la escuela indigenista liderada por José Sabogal, uno de los movimientos más influentes del siglo anterior. Impermeable a las nuevas corrientes y ajeno a toda influencia foránea, Azabache permanece hoy sorprendentemente activo y fiel a ese legado, alternando como siempre el cultivo de la tierra con el registro pictórico de su entorno. Nunca ha dejado de habitar en Moche, a las afueras de Trujillo, un pueblo agrícola repleto de huacas milenarias y atravesado por acequias de regadío, en el cual nació hace noventa y tres años, donde todos conocen su modesta casa-taller y admiran en él, con orgullo compartido, al más ilustre de sus vecinos.

Esa estrecha ligazón del hombre con su lugar de origen explica, en gran medida, la temprana vocación de Azabache por la pintura. Aparte de los templos cercanos de Macedonio de la Torre, José Alcántara La Torre y Camilo Blas, procedían de la región norteña Mario Urteaga y el propio Sabogal. Como la mayor parte de ellos,  tuvo que trasladarse a Lima para adquirir sus rudimentos del arte que le permitiesen representar los motivos de su tierra. Mediante ellos contribuiría a forjar esa imagen plural del Perú que proponía  el núcleo sabogalino desde la década de 1920 y tenía su bastión en la Escuela Nacional de Bellas Artes. Pero cuando Azabache ingresó a ese centro de estudios, en 1937, se acababa de iniciar la crisis del indigenismo, y por tanto sus años de formación, en los talleres de Sabogal y de Julia Codesido, debieron transcurrir en un ambiente de beligerancia  y redoblada ortodoxia, en respuesta a las alternativas modernizadoras que planteaba la generación de los  “Independientes”.

Debido a ello,, el afamado pintor mochero integra su última promoción de pintores íntegramente formados bajo la dirección de Sabogal en los claustros de la ENBA, junto con nombres como Gamaniel Palomino y Regina Aprijaskis. Entre las escasas obras procedentes de esta etapa destacada una “Mujer sentada” (1941), en la cual ya revela sus notables dotes para buscar una equidistancia entre la realidad visible y la estilización. Al egresar, en 1942,, volvió de inmediato a Moche en busca de temas que integrarían su primera exposición, presentada en la sala miraflorina de Ínsula dos años más tarde. Como era de esperarse,  la recepción por parte de la crítica limeña fue un tanto tibia, pero incluso un comentarista ligado a los “independientes” como Raúl María Pereira no dejaría de reconocer en el debutante Azabache “un evidente caso de vocación” y el “ritmo enérgico”  que podía advertirse en muchas de sus obras.

Desde el punto de vista temático, era ya evidente la alternancia entre el paisaje y la figura que habría de presidir el desarrollo de su carrera. Entre las vistas más logradas se encuentran las referidas al “Cerro Blanco”, tan característico de la campiña mochera, en el que la naturaleza y el vestigio arqueológico terminen fundiéndose; o sus visiones sugerentes de la ciudadela Chan-Chan y de los alrededores de Santiago de Chuco, que sirven de elocuente contraste con la omnipresencia de su propio valle, poblado de carachuros floridos. Al pasar a la figura, en cambio, su trabajo suele oscilar entre los polos del retrato y el tipo popular. La filiación norteña de esos asuntos alterna solo ocasionalmente con los de otras regiones del país. De hecho, su viaje al Cusco en 1945,  como asistente de Sabogal para la ejecución de algunas pinturas murales, dio lugar a imágenes insólitas dentro de su trabajo, como “Tipo quechua” (1946), en las que se evidencia aun más su cercanía con el estilo del maestro.

Pero sin duda la familiaridad del pintor con los tipos moches es lo primero que salta a la vista al recorrer esa galería de personajes lugareños que constituye uno de los ejes centrales de su producción. De una u otra manera, en todos esos rostros acuciosamente modelados aflora la memoria atávica de las vasijas-retratos que los antiguos ceramistas mochicas trabajaron en esos mismos lugares hace siglos. Sus rasgos fisonómicos se han preservado y son admirablemente parecidos a los de aquellos personajes que los cuadros de Azabache logran captar con afectuoso detenimiento.

Ese componente afectivo resulta obvio en los retratos de la madre del artista, que merecen ser incluidos entre sus piezas más emblemáticas. En uno de ellos la mujer de aspecto  noble aparece cubierta por el típico rebozo oscuro de las mocheras, delante de un caballito de totora y en medio de un interior penumbroso que le confiere una apariencia intemporal. Esa buscada ambivalencia otorga una peculiar intensidad a las efigies de amigos y parientes, cuyas peculiaridades faciales y nombres propios configuran, al mismo tiempo, vigorosos tipos representativos del ethos popular que se erige como la motivación última y constante de quien es, ante todo, el pintor-cronista de un pueblo que permanece a lo largo del tiempo, por encima de todas las contingencia.

De ahí que en su obra reciente se perciba un marcado predominio de la memoria sobre la descripción. Tanto sus paisajes campestres como sus calles o espacios urbanos fechados en los últimos decenios suelen erigirse ante nuestra mirada como escenarios de evocación, donde el pintor intenta capturar costumbres y modos de vida desaparecidos, con evidente añoranza. Así, por ejemplo, sus procesiones de santos vinculados  a la protección del campo o sus vistas de edificios conventuales trujillanos apelan a una cierta nostalgia pasatista que también aflora en sus pescadores de Huanchaco, cabalgando sobre caballitos de totora en un ritual detenido en el tiempo. Azabache ha venido despojando progresivamente a estas escenas de todo detalle accesorio y agudizando los contrastes cromáticos de sus fondos crepusculares, para arribar así a una madura síntesis formal.

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