Literatura

PÁGINAS DE UN VIEJO ROMANCE

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PÁGINAS DE UN VIEJO ROMANCE

Escribe Luis Humberto Moreno Córdova

Yo apenas pasaba los veinte años, y ella era mayor que yo casi por seis. Leer, hasta entonces, no era más que un pasatiempo solitario; un acto que me desconectaba del mundo. Sin embargo, la segunda vez que nos encontramos en un café en Miraflores, ella me confesó su admiración por Gabriel García Márquez, y las numerosas ocasiones en que había leído sus libros. No puedo olvidar la sensación redentora que sentí al escucharla. Claro, yo también lo había leído, y lo admiraba tanto como ella. Fue así como empezamos.

Recuerdo que el primer libro que me regaló fue “El amor en los tiempos del cólera”. Con una torpe sutileza insinué –o traté de recordarle- que ya lo había leído. Ella se sentó a mi lado. “Este es para que lo leamos juntos”, me dijo.

Cada que podía me daba un libro como regalo. Echaba un poco de su perfume sobre sus páginas antes de envolverlo. No había sensación más intensa que abrirlo y sentir que algo de ella reposaba sobre esas páginas, que en cada frase notable se colaba un poco de su aroma. Solía también remarcar alguna frase, o construía una idea a través de diferentes párrafos resaltados. Leer un libro no sólo me brindaba una historia, sino que me permitía escucharla, me permitía saber qué era lo que sentía por mí.

Así, hicimos de la lectura un momento íntimo e inquebrantable: sentados a veces en el parque, llevando la mirada sobre la misma página; echados sobre la alfombra de su casa, mientras el atardecer se colaba por las enormes mamparas de su apartamento; en su sofá, mientras descorchábamos una botella de vino, o tendidos en su cama, poco antes de apagar las luces y encontrarnos.

Los libros nos conectaron de una manera plena. Después de leer un capítulo intentábamos recrear el mundo imaginario que había cruzado por nuestras mentes. Cada quien ponía un poco de inventiva: cómo eran las casas, cómo eran las calles, de qué color era el cielo, cómo era tal o cual personaje. Fue a través de los libros que pude entender la forma en que ella veía la vida, la manera en la que pensaba sobre la lealtad, la amistad, el amor. Fue a través de los libros que aprendimos a prodigarnos caricias, a conversar sin hablarnos directamente, a descubrir que teníamos mucho en común. Era maravilloso sentir esa lágrima corriendo por su mejilla cuando una historia le quebraba el corazón, podía sentirla viva al lado mío, mucho más plena que en cualquier otro momento, libre, sin necesidad de fingir nada frente a nadie, alejados del resto, distanciados de esa rutina protocolar de las amistades y las fiestas, de las cenas costosas y los regalos caros que a fin de cuentas siempre se depreciaban. Fueron esas páginas las que nos fundían y nos permitían disfrutar del silencio sabiendo que entre nosotros cruzaban miles de palabras.

Ella tuvo que marcharse, muy lejos. Hicimos lo que pudimos para escribirnos, hicimos llamadas y, por cierto tiempo, pudimos compartir nuestras nuevas lecturas, los nuevos poemas, las nuevas historias que empezaban a rondar por nuestras vidas. Era navidad cuando recibí su último regalo, una colección de cuentos de Truman Capote. Al abrirlo, encontré que su aroma era distinto y que las frases resaltadas aludían a la inminencia de un adiós.

Han pasado muchos años desde entonces, y no he sabido más de ella. No hemos querido buscarnos a pesar de que ahora es tan fácil encontrarse, porque quizá, esa conexión que nos brindaron los libros nos ha llevado a la misma conclusión: somos personas distintas ahora, y no queremos que nuestra historia se pierda en esta realidad. Algunas veces he buscado en mi biblioteca los libros que leímos juntos. El aroma de su perfume fue desapareciendo con los años, pero cada palabra escrita, cada frase resaltada, cada escenario, me permiten encontrarla, recordar su sonrisa, su piel nacarada, sus ojos claros.

Sé que ella, donde quiera que esté, a veces hace lo mismo.

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