Escribe Mario Castro Cobos
Hay algo muy fuerte: como si el mundo en toda su extensión fuera una proyección de aquello que llevas en tu interior, lo que es para ti lo más valioso, como si la vida diurna no se despegara de las fuerzas del sueño.
Los vínculos entre un padre y un hijo (con una madre muerta que es el gran silencio de la película) son exactamente los de la infancia o no han cambiado fundamentalmente desde aquellos días: la imagen al principio se estira, se desenfoca, parece una película sobre el sistema respiratorio por lo que se nos permite escuchar; es el hijo, como un niño, y ya no es un niño, sueña una pesadilla, ambos con el torso desnudo, el padre acuna al hijo tiernamente entre sus brazos, es una relación tan íntima como la de una madre o un padre con su hijo pequeño. El padre es más grande y fuerte y bello que el hijo: el hijo tiene, según el padre, el rostro de la madre…
Parece que la imagen, en Padre e hijo, es menos la comprobación de que hay un mundo ‘allá afuera’ que el atributo de un sueño. Delicia confundida con abismos. Lo que llamamos lo interior, a menudo secreto, sería entonces desde esta sensibilidad exquisita, la raíz misma de lo real.
La imagen puede ser tan bella que reconfigura la percepción habitual de lo más cotidiano. Otra escena: el hijo y la mujer con la que tiene o tuvo una relación; a través de las ventanas, en un juego de plano contraplano, las caras y los gestos y las bocas y los ojos y las palabras de los amantes o ex amantes componen una pequeña secuencia delicada y cautivante.
En otro momento, el padre propone al hijo, para conjurar el poder del país de las pesadillas, susurrarle al agua sus preocupaciones. Tras apagar el fuego con la tetera silbante, el hijo acerca la boca a la boca del caño con agua fluyendo…
La manera de
sentir, más profundamente, la manera de volver a los sentimientos del principio
y la base de nuestras vidas, hace de esta película una experiencia, en líneas generales, memorable.