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Paco

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Foto: Referencial.

Yo tenía un amigo con un nombre muy sugestivo para mí: se llamaba Paco.

Paco era grande, robusto y blanco. Me hacía sentir como nadie; se portaba siempre muy bien conmigo: era correcto, me acompañaba a todas partes, me escuchaba cada vez que necesitaba desahogar mis sentimientos, me ayudaba a liberar emociones contenidas, me relajaba en los momentos tensos, me estimulaba en las situaciones difíciles (en las fáciles también), y en ocasiones incluso me hacía sentir eufórico, capaz de todo.

Por todo ello, adoraba a Paco. Por Paco dejé a mi esposa, a mis hijos, mandé a la mierda al resto de mi familia, renuncié al trabajo, perdí todos mis bienes, y golpeé a mucha gente. Pero a veces Paco se iba, se alejaba, se me escapaba de las manos y me dejaba solo, completamente abandonado. Era entonces cuando yo salía desesperado a buscarlo donde fuera, sin medir esfuerzo ni gasto algunos, con tal de recuperarlo. No me importaba dónde ni con quién estuviese.

Yo tenía una obsesión con Paco. Creo que había llegado a enamorarme de él. Sólo dejaba de quererlo un poco cuando adelgazaba demasiado. Le aconsejaba que no se descuidase, le decía que se mantuviera siempre en su peso o de lo contrario pronto lo haría desaparecer de mi vida, y lo reemplazaría por otro Paco. Finalmente, tantos Pacos hay en este mundo. Así que él tomaba nota de la advertencia y la siguiente vez venía a buscarme mucho más repuesto, fortalecido, y nos quedábamos juntos toda la noche, en mi cuarto, conversando, acompañados por una buena botella de ron.

Con Paco íbamos a las fiestas, a los matrimonios, a las reuniones familiares, a la playa, al cine, al teatro, a los bares. Hasta a los funerales íbamos Paco y yo. Caminábamos durante horas, días y noches enteras por toda la ciudad, escondiéndonos de la policía, de la gente, aunque en todas partes nos recibían estupendamente, siempre y cuando estuviéramos juntos. Por eso Paco casi nunca se apartaba de mí. Yo me preocupaba mucho de no perderlo de vista pero ni un instante. Antes de ir a cualquier parte lo llamaba por teléfono para asegurar anticipadamente nuestro encuentro. Si él no podía, tampoco yo iba a ningún sitio. Lo necesitaba siempre a mi lado; los demás me importaban un carajo. Con que Paco estuviese donde yo estaba, me consideraba hombre salvado. Sin él me aburría como un asno.

En cierto modo yo controlaba a Paco al principio. Pero después, poco a poco, fue sacándome los pies del plato; me fue desquiciando a tal punto que ya no podía dormir sin pensar en él. Hasta que un día

–una noche- se metió en mi cama y no pude sacarlo de allí nunca más. Todas las noches Paco se acostaba conmigo: veíamos televisión, leíamos el periódico, escribíamos cartas, tomábamos un trago, nos masturbábamos, y después apagábamos la luz.

A la mañana siguiente salíamos juntos al trabajo. Lo llevaba a mi oficina y le decía que me esperase tranquilo en el baño. Le explicaba que no molestaría ni sería perturbado allí adentro. De rato en rato me reunía con él para cerciorarme de que no se estuviera agotando el pobrecito, la verdad era que no podía dejar de verlo ni siquiera durante quince minutos seguidos. Así, Paco y yo éramos felices. Nos comprendíamos a las mil maravillas. Éramos lo que se dice una pareja estable, envidiable; hermosa, pues.

Yo tenía un amigo que se llamaba Paco. Yo siempre lo jodía: Paco, véndeme un paco –le decía-; véndeme un paco, Paco. Pero Paco nunca se molestaba.

Hasta que un día me mató.

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