Cuando leí por primera vez al maestro Reynoso, yo habré tenido unos once años. No me gustaba el fútbol, de manera que era un mediocre en las actividades físicas. Mis padres eran (siguen siendo) maestros de escuela primaria. Por ese entonces, después de salir de clases me refugiaba en una pequeña biblioteca que tenían.
Un día, con un sol maravilloso, como suelen ser los días buenos, me encontré con un libro viejo y marchito por el paso del tiempo. Lo abrí como quien abre un baúl a la espera de un tesoro y ese tesoro era nada menos que su primer libro de relatos, hoy convertido ya en un clásico: “Los Inocentes” o “Lima en Rock”. Me quedé maravillado. Todo lo que se contaba en ese libro era la evocación de mi collera, mi barrio, un mundo paralelo a mi vida: los libros hablan de algo, lo que se cuenta en ellos es valioso, pues nos explica justamente eso que no podíamos entender bien y que queremos entender.
Por razones del azar o mala suerte ese viejo ejemplar de “Los Inocentes” no tenía biografía, sólo el nombre del autor.
Los años pasaron, fui creciendo con nuevas lecturas. Pero con la misma pasión: el de ser, por supuesto y sobre todas las cosas, un creador. Mi segundo encuentro con el maestro Oswaldo Reynoso fue en Chiclayo. Caminaba despacio por las librerías de la avenida Balta, cuando en un mostrador me topé con su novela “En octubre no hay milagros”. Era una edición pirata y, para sorpresa mía, ese libro sí tenía biografía. Entonces pensé que el autor, que me había enseñado que sobre todo en la creación literaria lo que importaba era la belleza, la belleza a través de la palabra, estaba vivo, no muerto como lo imaginaba. Podría estrecharle la mano, hablar con él, saludarle y decirle lo mucho que le debía (y que yo también lo entendía y que era uno de sus inocentes).
En plena adolescencia tomé una decisión radical, escribir una novela –¡pero qué novela puede escribir un muchacho de dieciséis años!– y llevársela a las propias manos del maestro. Y así fue. Escribí afiebrado la novela durante un año; ignoraba por supuesto las reglas básicas de la narrativa, mi único deseo era que él me leyera y me diera su opinión.
Recuerdo que una mañana de invierno limeño, lo llamé a su casa, nervioso; mis palabras salían de mi boca entorpecidas, con un tanto de miedo e inseguridad. Me respondió con gentileza, me dijo que le daría mucho gusto leer mi novela. Colgué el teléfono, y me sentí feliz y fui corriendo a donde mi madre a darle la noticia, la noticia más importante de mi quehacer literario.
Fui con mi madre a su casa de Jesús María, y le pasé mi manuscrito. Recuerdo que también le llevé un cuento breve. Él tenía un taller de narrativa, al que asistían desde profesores de la Universidad de San Marcos hasta escribidores como yo. Leyó mi cuento en voz alta para que todos lo escucharan, mientras yo me ruborizaba de vergüenza. Y de pronto ocurrió la segunda sorpresa de aquel invierno tan grato. Halagó mi cuento. Los profesores de San Marcos hicieron lo mismo. Le dejé la novela para que la leyera y, al salir de su casa frente al parque Alberti, mi madre me cogió de las manos y llorando me dijo: “Hijo, dime la verdad, ¿de qué página de internet sacaste ese cuento?”.
A la semana siguiente, el maestro ya había leído toda la novela. “Tienes una gran imaginación, pero te doy un consejo: cuando entres en novela, entra por la puerta grande”, me dijo y esa frase se quedó impregnada en mi memoria. Y desde entonces estoy frente a la puerta, buscando la llave, mirando por las ventanas. Para entrar por la puerta grande… como el Profe.