Por Fernando Casanova Garcés
Considero imposible juzgar hoy un texto sin partir de una consciencia que entienda al Capitalismo como rediseñador y regulador del ADN social.
Digo ello porque entiendo la narrativa de Oswaldo Reynoso como un intento de evisceración del deseo humano en el contexto peruano hacia la globalización y consecuente estandarización del individuo. Quien se adentra en Los inocentes (1961) es llevado hacia la hondura sicológica de sus personajes, adolescentes cuya formación corre a cuenta de la calle y su violenta desigualdad, recreada así como resultado de la mercantilización de todo espacio y pensamiento.
Componer y exteriorizar esa siquis pasa por la utilización del lenguaje urbano que el autor recoge en la calle limeña de los 50, ello sobre una realidad construida en el devenir diario de muchachos marginales enfrentados a un contexto de incipiente norteamericanización de sus formas de vida.
Sus personajes navegan en busca de sentido a partir de una sexualidad que va definiéndose en la imitación de cánones del género impuestos por la masculinidad Hollywoodense, esa maquinaria propagandística de lo que requiere el poder global para moldear la razón en función a la utilidad capitalista.
Es allí donde el tránsito de sus cuentos, mediante la apertura a un lenguaje barrial, confiere profunda ambigüedad a los personajes en la búsqueda de una identidad cuyos referentes gringos los enfrentan a su propio instinto, a un “yo” cuestionador de los conceptos sobre lo que deben ser, hacer y desear los hombres de su generación.
Los inocentes logra instaurarse como pieza literaria porque conlleva la intención de inquietar al lector exponiendo espacios psicológicos voluntariamente ocultos, sensaciones pendientes de entendimiento, ideas borrosas de lo que reclama la pubertad de los cuerpos, y así, de la manera más honesta posible, tiene algo nuevo que contar como toda buena literatura.
Reynoso inflama de verdad el relato, concede una luz lingüística que permite al lector identificarse con percepciones que flotan y son parte de la cultura pero que hasta la aparición del texto no se habrían etiquetado. Reynoso es un escritor porque nombra lo indecible, usa el léxico que suda el cuerpo exponiendo la conciencia de una generación, juvenil y problemática, enfrentada al mundo cuyo imperio comercial y su propaganda liberal embiste un país pluricultural como el Perú.
Una obra literaria implica obligadamente la gesta heroica de hablar sobre “eso” que estaba condenado al silencio, y es lograda porque el escritor inventa un espejo ineludible para revelación de la propia sociedad que le toca observar. Con ello se instala en la tradición de los que van a conmover el canon, sin importar que el intento se vea como licencioso, disipado, pornográfico. Toda obra tachada por el régimen siempre es vanguardia.