Sucedió hace muchos años. Los únicos versos que conocía de Málaga eran los que publicó Oviedo en Estos 13, antología mítica de los años setenta. Recordaba ese sabor dulzón de sus versos rebeldes, hippies y rockeros. En la Gran Biblioteca Pública de Lima, descubrí su emblemático poemario El libro del atolondrado; y, de camino por Wilson, encontré su Arquitectura de un puente.
Finalmente, después de una larga charla virtual, me citó en una avenida paralela a Petit Thouars. No conocía la zona, así que caminé consultando las calles hasta que, felizmente, di con la dirección. Toqué y apareció una señorita, que me dijo que espere, y después, me dejó entrar. Al fondo de un patio, con jardines y estatuas chinas, en una sala, frente a una mesa llena de libros, estaba Málaga en su silencioso resplandor. Me dijo para ir a comprar dulces y cigarrillos a la tienta.
Ni cervezas, ni licores bebo ahora, por salud, dijo el bardo. Compramos un kilo de chocolate, dulces, caramelos de menta y gaseosa y regresamos a charlar. Ahí nomás sentí la belleza de un poeta genuino: no me hablaba de teorías ni de grandes interpretaciones de la realidad, su diálogo era místico y carnal. La poesía le brotaba como conocimiento de la existencia, tras una vida en diferentes países del mundo. Desprendía la energía era la de un viajero, cargando de vitalidad y sabiduría.
Pero, como decía Martín Adán, la sabiduría del que va siempre hacia el «ya», es decir, un saber intuitivo, adquirido a oscuras. Hablamos de Vallejo, de París (donde el poeta vivió junto a otros autores como Verástegui e incluso cerca de la casa de Julio Ramón Ribeyro), y de tantas anécdotas más. Era conocida la polémica mención que hace Ribeyro en sus diarios, donde ataca, entre otros, a Verástegui; claro que todo en Ribeyro era oscilante, y después agrega palabras positivas sobre el autor de Monte de goce, pero no sobre Málaga.
Él lo sabía; lo veía en retrospectiva. Al salir, con la energía cargada, sentí que mi destino estaba hecho: el azar objetivo hizo su trabajo y me permitió conocer a un maestro de nuestra poesía. «Vamos a comer un ceviche», me dijo el poeta. Y salimos al viento limeño, donde el estruendo y el caos de la ciudad nos aguardaban.
(Columna publicada en Diario UNO)