Cultura

«Ojos de gato», por Angello Alcázar

En esta apasionante novela, Margaret Atwood nos recuerda una y otra vez que en el mundo de los niños las pequeñas cosas son mucho más grandes y misteriosas de lo que aparentan.

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Después de Alice Munro (Premio Nobel 2013), Margaret Atwood es quizás la escritora canadiense más famosa en el mundo. A lo largo de casi seis décadas, Atwood ha producido de manera incesante en géneros tan diversos como la poesía, el cuento, el ensayo y la novela. Su obra más popular es El cuento de la criada (The Handmaid’s Tale, 1985), una novela especulativa —es decir, perteneciente a la misma estirpe de clásicos como 1984 de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley— que lleva al lector de la mano en una realidad distópica en la que las mujeres fértiles son utilizadas como meras incubadoras.

Temprano este año, cuando todavía vivía en la tierra de Atwood y la pandemia del coronavirus era poco menos que un murmullo, hallé en una librería de viejo uno de los primeros ejemplares de Ojo de gato (Cat’s Eye, 1988), la novela que le siguió a El cuento de la criada. Debo decir que no solo me deslumbró de principio a fin, sino que, por momentos, me pareció más lograda que su antecesora. Incluso ahora que han pasado varios meses desde aquella primera lectura, todavía la abro para releer algunos pasajes memorables, convenciéndome cada vez más de que es una verdadera joya de la literatura en lengua inglesa.

Ojo de gato versa sobre la historia de una pintora llamada Elaine Risley que vuelve a Toronto luego de una larga ausencia, con ocasión de una exposición retrospectiva de su obra. Conforme avanza la trama, Elaine —que también funge de narradora— evoca varios episodios de su infancia y primera juventud que transcurrieron en esa gran urbe que a sus cincuenta y pico de años recorre como un aparecido. Recuerda a sus padres y su hermano mayor Stephen, las idas y venidas con los hombres que alguna vez amó, y, sobre todo, a su amiga Cordelia, cuya sombra no ha dejado de perseguirla en todos esos años.

Precisamente uno de los elementos que de inmediato salta a la vista es la concepción del tiempo que tiene Elaine y que Atwood ha sabido plasmar con maestría en el aspecto formal. La estructura entremezcla el pasado y el presente como si ambos discurrieran en una misma dimensión espacial, en lugar de seguir una cronología con partes fácilmente separables. En la primera página, la narradora describe al tiempo como una serie de transparencias líquidas superpuestas la una a la otra. “Uno no mira hacia atrás en el tiempo, sino hacia abajo, como con el agua”, añade. No es gratuita, pues, la cita de Stephen Hawking que aparece en el epígrafe: “¿Por qué recordamos el pasado y no el futuro?”

En medio del agitado viaje en la memoria en el que se embarca la protagonista, el abuso se impone como un tema cardinal para comprender su personalidad y los traumas que aún lleva a cuestas. Al igual que Atwood, Elaine pasó la mayor parte de su infancia en bosques alejados de la civilización debido a que su padre era entomólogo. Por ello, luego de que su familia se instala en Toronto y se ve obligada a ir a la escuela, tiene mucha dificultad para entender los códigos de las niñas de su edad; de hecho, confiesa que se siente más cómoda rodeada de niños, a quienes considera más predecibles.

Cubierta de la primera edición de Ojo de gato (1988)

El maltrato psicológico al que la somete Cordelia hace de Elaine una niña insegura que cuestiona todo a su alrededor y se refugia en la soledad, a menudo haciéndose daño a sí misma. Además de martirizarla con constantes críticas sobre su físico y su comportamiento, Cordelia les pide a las otras niñas del grupo que reporten todo lo que hace dentro y fuera de la escuela. El ojo de gato del título es en realidad una canica que muy pronto se transforma en el único soporte emocional de Elaine, tal y como lo manifiesta en el siguiente pasaje: “Es temporada de canicas; todos tienen canicas en sus bolsillos […] Cordelia no sabe del poder que tiene este ojo de gato, que me protege”. Sin duda, una de las virtudes de la novela es recordarnos una y otra vez que en el mundo de los niños las pequeñas cosas son mucho más grandes y misteriosas de lo que aparentan. Y si de pronto somos capaces de orientarnos en medio de la oscuridad es gracias a la mirada luminosa de la narradora.

Ornada con un estilo que combina el humor y la solemnidad de manera magistral, la prosa de Atwood no admite ripios y consigue mantener la tensión del relato hasta el final. Asimismo, a pesar de que las frases son por lo general breves y sencillas, abundan las descripciones llenas de detalles que a primera vista podrían parecer superfluos, pero que realmente sirven, en su conjunto, para auscultar la complicada vida interior de la protagonista. Las descripciones de los cuadros de Elaine merecerían un aparte por la precisión y la sensibilidad de su factura (cosa que no debería sorprender demasiado, considerando que en su adolescencia Atwood había contemplado la posibilidad de dedicarse a las artes plásticas).   

A propósito de las claves autobiográficas que ha desperdigado la autora en la novela, hay un documental de 1984 titulado Margaret Atwood: Once in August en el que el director australiano Michael Rubbo fracasa rotundamente al tratar de convencerla de que sus ficciones no pueden ser entendidas prescindiendo de su biografía. En una escena en la que ambos están pintando acuarelas a la orilla de un lago en Ontario —curiosamente, mientras ella pinta un atardecer, él la retrata—, Atwood le explica a Rubbo que descree de esas teorías debido a que el arte es algo que trasciende al individuo y que, al hacerlo, toca fondos comunes de la experiencia humana. Entonces no se imaginaba que cuatro años más tarde publicaría una novela que no solo reafirmaría esa verdad, sino que con el tiempo se convertiría en una de sus más contundentes valedoras.

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