Cultura

«Ofelia», un cuento de Gabriel Rimachi Sialer

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“Duda que ardan las estrellas, duda que se mueva el sol, duda que haya verdad, mas no dudes de mi amor”.

William Shakespeare, Hamlet

Había estado toda la madrugada llenando informes de defunción cuando llegó la orden: alguien había llamado a la estación para alertar del hedor que despedía una casita en el barrio de Palermo, en Jesús María. Otra casa más, ya habíamos perdido la cuenta de la cantidad de muertos que habíamos levantado el último año. El protocolo sería el mismo de siempre: llegar, tomar fotos digitales, anotar datos en una ficha y coordinar con el fiscal para que ordenara levantar el cuerpo. Tomé un café en el dispensador de la oficina, lentamente, con los ojos cerrados. El aroma me tranquilizaba los nervios, me hacía recordar tiempos mejores. Coordiné con un subalterno para que manejara la patrulla y salimos cuando aún la ciudad estaba a oscuras.

Para llegar a la casita de Jesús María tuvimos que rodear la iglesia gótica de la plaza San José pues el área del mercado estaba cerrada con grandes moles de cemento luego del segundo saqueo. Cuando bajamos del patrullero la vimos cerrada, dos efectivos de la comisaría de Arnaldo Márquez hacían guardia en un muro bajo cerca de la entrada. Uno de ellos fumaba, nervioso. Adentro, el anciano estaba sentado a la mesa, mirando por la ventana a la calle vacía, perdido en sus pensamientos. Desde las ventanas vecinas la gente salía a gritar que necesitaban víveres, que nos matarían si pudieran, que tenían hijos pequeños, lo de siempre. El oficial a mi cargo no soportó el olor nauseabundo que nos recibió en cuanto abrimos la puerta. Vomitó en el jardín hasta que le salieron lágrimas. Todo era así ahora. Día tras día habíamos dejado de perseguir delincuentes para dedicarnos a levantar cadáveres. En otros distritos los saqueos habían sido desbaratados con cientos de muertos que el ejército se había encargado de acumular en una explanada de Lurín para incinerarlos y evitar que el virus continuara expandiéndose. Todos sabíamos que muchos de ellos eran inocentes, que eran daños colaterales. Cuando eres pobre todos los muertos son iguales.

El anciano apenas si se dio cuenta que habíamos entrado. Tuvimos que gritarle nuestras preguntas, pero no dijo nada, solo miraba la calle que se iluminaba con las luces de la patrulla. Azul, rojo, azul, rojo, azul, rojo. Cuando terminamos de revisar la pequeña sala, el fiscal llegó para verificar la muerte y que se llevaran luego el cadáver a la morgue. Llevaba puesta una mascarilla que despedía un fuerte olor a vinagre. Firmó los papeles y se fue casi de inmediato a otra dirección.

No se percató en el detalle del cuerpo hinchado, acostumbrado ya al mero trámite de levantar cuerpos todos los días, cubierto de la cintura para abajo con una manta de polar que alguna vez fue rosada y ahora estaba cubierta de suciedad y enormes costras carmesí. Cuando levantamos la manta para meter a la anciana en la bolsa de plástico, conteniendo la respiración por la violencia del olor que dominaba la habitación, retrocedimos rápidamente hasta chocar con la pared. Le habían devorado las pantorrillas y los muslos casi hasta los huesos.

La mujer tenía, además, los ojos abiertos y la mirada hacia abajo, como si hubiera estado observando, desde su frío silencio, cómo le comían las piernas. Pero su mirada no tenía el vítreo hielo de la muerte. Había ternura en su expresión, algo que me resulta difícil explicar por lo grotesco de la escena. Sentí de pronto un vuelco en el corazón. Desde el umbral de la puerta, aquella mujer parecía mirarme fijamente, siempre hacia abajo, siempre fría, pero con aquella expresión en el rostro.

El anciano continuaba sentado, pero ahora miraba a la mujer y luego a mí. Lo hizo un par de veces. Algo debió pasar por su cabeza entonces porque se puso de pie y, gritando, se lanzó sobre mí con los brazos estirados. Me vi reflejado en sus pupilas mientras me zarandeaba los hombros, como dos espejos que devolvían mi rostro sorprendido, pero no sentí que hubiera en él un intento homicida. Los dos oficiales de guardia entraron y se lo llevaron esposado al patrullero. Ordené que abrieran las ventanas y esperaran afuera, yo me encargaría de todo hasta que viniera el camión de la morgue.

La mujer tenía puesto un largo vestido floreado, de esos bonitos que se suelen usar en el verano, recogido hasta la cintura. Su vientre estaba abultado por la descomposición, lo mismo que sus brazos, encogidos hacia arriba como si estuviera dando una bendición. No había signos de violencia en su piel, salvo los que va marcando el tiempo. Podría explayarme aquí en su cabello ondulado, sus aretes de perla o los detalles de la habitación, pero no tiene mayor sentido, sólo estábamos ahí esa mirada y yo. Me puse de cuclillas a un lado de su cuerpo, que me recordó al cuadro de “La ahogada”, y le pregunté, susurrando, mientras sacaba mi libreta de la casaca, Vamos a ver qué pasó contigo. Entonces ella respondió: Te quiero tanto… Me quedé helado, su boca no se había movido, el rictus continuaba ahí, pero me había respondido con aquel tono dulce que hacía tantos años no había vuelto a oír. Recorrí la habitación con la mirada buscando de dónde provenía aquella voz, pero estaba vacía. No tengas miedo, dijo de pronto, No hay nada que temer. Caí de espaldas y retrocedí hasta la puerta. Mi corazón estallaba con violencia e intenté respirar en medio de aquel hedor para enfocar mis sentidos en la realidad. Es el destino, lo sabes, ya habíamos hablado de esto. No era posible. Aquella voz estaba en mi cabeza, y nunca, en mis casi veinte años de servicio, me había ocurrido algo así. Acércate, ven, anda ven, acércate, continuó.

Mis manos temblaban, podía ver cómo mis venas hinchadas palpitaban en el dorso de mis manos. Volví a ponerme de cuclillas y, lentamente, me acerqué a su lado. La miré fijamente a los ojos, respiraba con dificultad, Quién eres… pregunté. Tú sabes quién soy, respondió. Pero no lo sabía. No había forma de saberlo. Algo se movió en la otra habitación. Un gato nos miraba desde aquella oscuridad, la cabeza de costado, los ojos amarillos como linternas de fuego. Nadie había reparado en aquel detalle, el dormitorio de aquella pareja. Me puse de pie con cierta dificultad y entré. Todo

ahí me era familiar: el respaldo de la cama, el velador de cedro, la lámpara hecha con un tronco seco y su pantalla de cartulina crema con adornos pintados a plumón, el desorden de las sábanas y el edredón azul estampado de estrellas blancas. Me sobrevino un ahogo. Apoyado en el marco de la puerta sentí ese Dejá vú que algunas veces me había asaltado en situaciones por demás raras. Pero no tenía sentido. Mi casa quedaba al otro lado de la ciudad, en Barranco, sobre aquel acantilado donde una tarde, hacía muchos años, mientras caminaba por la Bajada de Baños rumbo a la playa, me había cruzado con una mujer mayor que retornaba hacia la plaza. Entonces recordé que aquella mujer también llevaba ese mismo vestido floreado que ahora llevaba la anciana.

Siempre estaremos juntos, dijo la voz, Siempre me llevarás contigo, dentro de ti, continuó, Tenías razón, mi amor, el tiempo es circular y eso lo sabe el sol mejor que nadie. Caí de rodillas a su lado. Y ahora que te vuelvo a ver, joven otra vez, querido mío, siento que cerramos el círculo, que aquí por fin cerramos todo. Levanté la mirada hacia la ventana. El anciano en la patrulla me miraba fijamente, asentía con una leve sonrisa dibujada en el rostro, la misma sonrisa que ponía yo a veces cuando estaba satisfecho con algo que resolvía después de mucho, mucho tiempo. Caminé hacia la ventana y corrí las cortinas. Entonces entendí.

Volví sobre mis pasos hacia el cuerpo devorado y, preso ya de su mirada, cautivo para siempre y desde siempre de aquella mirada, arranqué un pequeño trozo de carne de su cadera, y me la empecé a comer. La anciana cerró los ojos. Afuera se disolvía la noche, adentro se recuperaba un amor.

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