Fue en los ochenta, el país se caía a pedazos, tenía una beca para estudiar en el extranjero, pero yo quería quedarme, quería hacer mi carrera aquí y no en el ostracismo. No tenía mayores opciones y así fue como entré a laborar en la fábrica textil La Paloma que, en ese tiempo, quedaba en la cuadra 4 de Malecón Checa en Zárate.
Mi horario de trabajo era de 7 a. m. y acababa a las 10 p. m. con “horas extras” forzadas que se tenía que cumplir porque sino te echaban a la calle. Mi función de ayudante me permitía ir a todos los pabellones donde estaban las señoras remalladoras, los botoneros, los pantaloneros y los que etiquetaban y embolsaban que era la última faja de la producción.
Poco tiempo después, pasé a planchador en una enorme máquina que botaba un vapor incandescente que me caía en la cara y que no me dejaba respirar. A los cuatro meses me cambiaron al departamento de estampados.
La rotación era un ardid de la empresa porque sabían perfectamente que en esa máquina la gente no duraba mucho tiempo y todos se enfermaban. Lo mismo pasaba en estampados donde a pesar de que todos los días nos daban una botella de leche a cada uno (exigencia y conquista de los obreros), igual la gente se enfermaba de los pulmones, alergias y eczemas a la piel, debido a los químicos, el thinner y los tintes y demás elementos tóxicos.
Recuerdo claramente que en las tardes y cuando había que recoger los retazos y las sobras de telas que quedaban en el piso, las señoras costureras me hablaban y me aconsejaban que estudiara, que ese no era mi lugar y que ahí no había futuro.
Recuerdo una tarde en que Benito, el hombre que se encargaba de sacar la basura, y, a la vez, el único que podía salir de la fábrica en horario de trabajo, le encontraron que estaba sacando unas prendas por la bajo y lo botaron a la calle ahí mismo.
Había trabajado 15 años con un sueldo miserable y no le dieron ningún beneficio. Benito se fue llorando dando gritos, tenía a dos hijos en el colegio y una esposa embarazada. Su único consuelo fue esperar a la salida al gerente de producción y masacrarlo a golpes y escapar cruzando, casi a nados, el río Rímac. Por cierto, ningún obrero se metió a defender al capataz del patrón.
Al día siguiente, presenté mi renuncia. Las señoras costureras y remalladoras, a las que yo en ese tiempo les hablaba de Bertolt Brecht y que ya sabían que me iba a ir, me regalaron un polo que habían hecho con sus propias manos y me abrazaron entre todas. Yo les dije que algún día escribiría sobre todo esto, la miseria, la explotación y las supuestas leyes laborales que a los patrones no les daba la gana cumplir.
Había estado casi un año entero sin ver el sol, estaba muy delgado, con una tos crónica, lo único que quería hacer era dormir, pero, a pesar de todo, por primera vez en mi vida sentí que era libre, sin futuro, con apenas unos centavos en el bolsillo, pero libre al fin.
¡¡Feliz día de la clase trabajadora!!