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Nuestro tiempo, de Carlos Reygadas (2018)

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Escribe Mario Castro Cobos

El universo de los adultos parece más infantil en el sentido de estúpido, ridículo, conflictivo, insincero, que el de los niños o el de los animales. Reygadas abre y cierra su película con imágenes de esos otros dos universos, que serán las más fluidas y espontáneas y sin duda las más bellas. Lo cual es para mí una insinuación de que querría volver a estados análogos al de los niños o animales.

Y en medio coloca el universo supuestamente adulto, con sus ironías, sus torpezas, su comicidad involuntaria, su inconvincente retórica amorosa, sus férreos o tenues pactos, su no poca miseria, sus farsescos conflictos, sus agotadores e incansables círculos viciosos…

La típica pasión burguesa por la propiedad y el uso preferencial de los cuerpos y los afectos que ellos contienen y el discurso de la libertad del deseo y la experimentación erótica sin trabas serán puestos a prueba. El temblor, resquebrajamiento y derrumbe de una estructura será algo digno de verse.

Me temo, sin embargo, que el tema domina al director más que el director al tema. Se produce una profundización temática en la obra de Reygadas, que no encuentra una plenitud de estilo, un equilibrio entre el fondo equívoco de vulgar telenovela (sin que importe mucho al final cuán autobiográfico sea esto o no) y una textura que debió ser más matizada y sugerente (cosa que Reygadas ha demostrado antes que puede hacer) en lugar de bastante previsible y enfática.    

El simple y arrasador deseo, es decir, ‘la religión terrorista de los sentimientos’ como varias otras, sin una participación destacada del cerebro, hace que las melódicas y metafísicas promesas de amor eterno se desorbiten y generen unas caricaturas muy divertidas cuando los hechos contradicen las palabras, que tomadas en serio hacen estragos en los organismos de sus ingenuos creyentes, oh protagonistas sufrientes —y frívolos en realidad—.

Románticos insustanciales bajo capas cool nice open & progre. Idealistas huecos recitadores de automatismos, pilotos automáticos vivientes. Viejo pacto social para tiernos animales humanos largamente amaestrados por los siglos de los siglos. No parece un tiempo tan nuevo.

El que la fidelidad acomplejada y la adoración sumisa de parte de la mujer sea por fin sometida a un auténtico escrutinio, es un progreso, sin duda. Pero su lucha por la autonomía, por salirse del ‘tradicional’ e infame papel subalterno parece entramparse en el ambiguo final. El hombre por su parte quiere ser el centro de algo más que su vacío, también quiere para sí el vacío ajeno. Necesita una mujer que se entregue más (suena bien), algo que ella aparentemente ya no será capaz de hacer (así es la vida), o necesita de ella una bien o mal disimulada rendición sin condiciones, una autoanulación acrítica crónica para recuperar la euforia, ’el amor’.

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