Soy de la Católica. Estudié en sus aulas respirando un espíritu libre y bebiendo de muchos pensamientos. La universidad mojigata y elitista de los 50 de la Plaza Francia ya había muerto. La abstrusa influencia de ese ultramontano llamado José de la Riva Agüero había cedido el paso a una concepción democrática y moderna. Quizá fue la apertura jesuítica de Mac Gregor a los nuevos tiempos, o también la nueva extracción social de sus alumnos lo que permitió el cambio. Llevábamos un curso de teología sí, pero de la mano de un hombre tan inteligente y sutil como Gustavo Gutiérrez. A veces nos tocaba un horroroso curso de historia con Tín Tín de la Puente, Pacheco Vélez, o Periquito Rodríguez, que solo sabían de hagiografías virreinales, pero la libertad de cátedra así lo exigía. En todo caso era posible recurrir a Heraclio Bonilla y su nueva visión de la Independencia, como compensación. En economía podía haber algunos discípulos de Von Hayek o Milton Friedman, pero también era factible conversar con Javier Iguiñiz sobre la tendencia decreciente de la tasa de ganancia en el capitalismo. En Antropología pasaba lo mismo. Cabía la posibilidad de estar en desacuerdo con Fernando Fuenzalida, pero no dudábamos de su sapiencia y erudición.
En Letras la figura patriarcal de Luis Jaime Cisneros cubría de un manto de tolerancia la formación de los alumnos. En derecho, además de los antiguos democristianos, uno encontraba a los flamantes Wisconsin Boys que habían renovado el discurso jurídico, quizás poniendo los primeros ladrillos de la ideología caviar. La excepción tal vez fuera Sicología. De la mano de Roberto Criado fue expulsada toda una generación profesoral que tentaba el discurso freudiano. No sin rudeza tomaron la posta conductistas y domesticadores de ratones.
Es cierto que otro era el cantar en las facultades de ciencias exactas, pero eso sucede en todas partes. Los cerebros milimetrados de ingenieros y matemáticos son inevitables por lo que un poquito de filosofía y literatura no les hubiera hecho daño.
La universidad a la que yo pertenecí en el fundo Pando era francamente universal. Se estudiaba de todo, se conocían todas las corrientes y todas las escuelas. Se polemizaba, se conversaba abiertamente, no había fanatismo religioso ni punición a las ideas. No había index, ni inquisiciones, ni levas ideológicas. Ni siquiera había misas. El Capu, hoy en manos del Opus Dei, servía como un centro de reflexión y recogimiento intelectual de la mano de Pipo Crespo y el cura Franco, quienes habían recogido el legado de otro gran tipo, el cura Gerardo Alarco, salvador de almas atormentadas y guía vocacional de varias generaciones.
Esa fue la Católica que yo conocí, y también la de mis hijas. Esa es la universidad que yo defiendo frente a los fundamentalismos de toda laya, pero sobre todo frente al Opus Dei y al indecente cardenal Cipriani. Por ella lucharé siempre, por aquel campus libertario y ese ideal formativo. Quizá era una isla dentro de un país descarriado, pero los reductos del saber son así. Por ello participaré en esta cruzada por salvar a la Católica del despotismo confesional del Vaticano, de la roída moral y la codicia de los seguidores de Escribá de Balaguer, del abyecto cristianismo de los ricos y sus billeteras. No quiero que mi alma Mater se convierta en un anexo de la Universidad de Piura, ni deseo que sea sucursal de la de Navarra. No quiero subvenciones de Dionisio Romero, ni un sillabus monocorde, ni el verbo torvo del cardenal, ni flagelar a la verdad para favorecer a una secta. Las universidades no son papales, sino fruto de la libertad y como tal pertenecen a su comunidad, a sus profesores y sus alumnos, a sus asambleas y la sociedad civil. Así lo son desde el medievo. El conocimiento no debe conocer de amarres ni de lastres. Si para eso hay que cambiarle el nombre, en buena hora. Si la libertad exige la independencia como negarnos a borrar lo de pontificia. Viva la universidad libre.