Si Boyhood puede conmoverme creo que es por ese juego tan delicado a la vez que constante entre variaciones y permanencia, especialmente (y también, espacialmente, quiero decir, microespacialmente) de un ser-en-el-tiempo. Porque es una película que mira ‘las nubes y el cielo’ de sobre todo un solo personaje. Y la película me susurra al oído sus turbadores mantras: ‘somos a la vez lo que cambia y lo que está igual; todo cambia, sí, pero todo está igual; nada cambia, pero si te fijas, nada está igual; y por último: ‘un día todo tal vez sea diferente’ (la cálida plenitud o la vida como promesa de felicidad de la escena final).
Por más ficción que sea, Boyhood posee ese dato estremecedor del más descuidado álbum de fotografías: la misma persona y las metamorfosis explicables -y hasta inexplicables-que experimenta cualquiera en el tiempo. Boyhood es precisamente la prueba de que cada cualquiera es único. Persona cualquiera lo mismo que tiempo cualquiera. Cápsulas selladas demasiado cotidianas de tiempos sucesivos y diferentes, pero no por eso menos preciosas, menos misteriosas, si son apreciadas en lo que son. Dicho más de cerca y de otra manera, vi una serie de apuntes audiovisuales para un estudio psicomorfológico.
Si me remito al protagonista, desde las diferentes longitudes y formas de su pelo y el aspecto de su rostro, voz, movimientos, vestimenta, hasta, en fin, la historia de un cuerpo evolucionando en el tiempo, todo con una tranquilidad casi oriental para ser una película tan norteamericana. Pero, escucha, hay algo más, no hay historia: sin cortes. ¿La mente tijera recorta figuritas? ¿La memoria (o el olvido) es el montaje? No hay historia que no se haga cortando y pegando, tomando y botando… literal y simbólicamente.
Retrocedo la mirada(estaba en el ser-cuerpo) ahora ‘al marco del cuadro’, y sí, hay una sensación a veces difícilmente definible, entre cortes, en esta película. En español decimos corte y empalme, el poder del cine o mucho de su poder está en el final elegido o ‘casual’ de un plano o secuencia o viñeta o escena o episodio, el corte en sí, y lo que aparece a continuación, qué tiempo es ese, el salto de un tiempo a otro, se le puede llamar si tú quieres conciencia, intervalo, pensamiento…Puentes, también abismos… Linklater no ‘bucea’, sino que acude a la superficie o se mantiene en ella en pos de la milagrosa manifestación, de acumulaciones sutiles que formulan un ‘todo está aquí’.
En cuanto ¿sociología o qué? a tipos humanos, hay un diálogo o interacción o relaciones entre gente digamos más cuadrada y gente más relajada, y de más está decir que ‘la salvación’ está en los relajados que buscan silenciosamente su camino y su alma; los otros son los frustrados, los violentos… En esta película sin flashbacks (vueltas atrás; al contrario, qué película tan paradójicamente energética para ir siempre hacia adelante con lo zen que es) Boyhood opera tomando muestras periódicas de evolución de una situación, cada cápsula ‘episódica’ la veo como una cifra en la suma de hitos en la carretera o en el trayecto o camino de lo que llamamos ‘vida’(metáforas viejas pero funcionan), y para terminar, no hay que olvidar que el primer plano y el último muestran a personas mirando al cielo, al horizonte, al infinito de posibilidades o una plenitud que es la imagen también de otras plenitudes de nuestra aparente finitud.
El genio de Boyhood está por eso en ese refinamiento en la percepción del tiempo… del que estamos hechos… El corte (me place cortar este artículo hablando del corte) o el montaje –que es algo de gran importancia en esta película- no es un camino tanto como un salto ¿de dónde a dónde? y ¿entre qué y qué? Y ¿por qué? El momento del salto mismo es puente o abismo o ambas cosas a la vez. Nuestra frágil conciencia como el único tema.