Opinión

My Winnipeg, de Guy Maddin (2007)

Lee la columna de Mario Castro Cobos

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Por Mario Castro Cobos

Puedes construir un documental no para buscar algunas briznas de verdad objetiva, que tal vez no te sirvan de mucho, sino para fantasear. ¿No lo sabías? Para documentar, no la ciudad de tus sueños (o un poco sí) o la ciudad que persiguió y torturó y violó y mató tus sueños en vez de ayudarte a cumplirlos, sino tus sueños a partir y a favor y en contra del hecho de haber nacido y vivido la mayor parte de tu vida en esa maldita y bendita ciudad. Y sí, la ciudad como una madre… y la madre como una ciudad, que te atrapa, una ciudad de la que tienes que escapar.

Despegarse y sacudirse del realismo estrecho, tonto e ingenuo de tantos y tantos que en el mundo han sido -también cineastas- realistas tontos e ingenuos, es la máxima indiscutible a seguir. No sé si Winnipeg sea algo más que un antipático infierno helado donde la gente se marchita de aburrimiento y desesperación, pero eso no importa si en la mente hiperactiva de Maddin, para su goce y el nuestro, se convierte mágicamente en la divertida y muy ingeniosa creación fruto de un divertidísimo delirio, un poco como esas noches que uno encadena un sueño detrás de otro.

Cómo hablar de tu ciudad. Cómo hablar de tus deseos. Si algo, o mucho, hubiera sido de otra forma. Siempre está la tentación de la mitología. De la leyenda fundacional, de la mentira embellecedora, de la exageración descocada… O puedo verlo también como la legítima persistencia del deseo. Que exige su expresión.  

No es nada extraño ver a Maddin delirando tanto o más de lo que delira en su ficción. Lo que ya es decir bastante. Es que, sobre una base real, sentida, autobiográfica, de toda clase de recuerdos, añade esa locura sin la que no estamos completos. Seguro que no quería hacer con su ciudad menos que con cualquier otra sobre la que se hiciera una película.    

Maddin se da cuenta, y hace muy bien, de que la propia mente es un precioso juguete que hay que aprender a usar en provecho propio sin escrúpulos (no olviden lo del realismo y etc.) La lección de una película alegre que se pone a bailar con su memorable ejército de fantasmas.

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