I
Mother! Es una película extraña, misógina, con un aire de egolatría androcéntrica donde no hay espacio ni tiempo para la felicidad o el éxtasis de la mujer, esposa, madre y/o inspiración. Y es que Darren Aranofsky, el director de origen judío, se ha propuesto sacar todos sus rezagos religiosos para reinventar el mundo a partir de una pareja, Adán y Eva, donde el hombre crea y la mujer es poco menos que parte del decorado, una cortesana, una sirvienta, una esclava o alguien que puede enloquecer ante el poeta (auto)iluminado cuyos versos omnipotentes van a causar una histeria colectiva, una destrucción del mundo familiar donde nadie podrá salvarse ni ponerse a buen recaudo.
Desde el inicio se ve a un aburrido Javier Bardem tratando de escribir algún verso sin encontrar el hilo de la madeja o algo que lo motive, hasta que aparece Ed Harris, un viejo canceroso a punto de morir, junto a su esposa Michelle Pfeiffer, una arpía vieja, bella y desenfadada, y sus hijos que, en una serie de sucesos bochornosos y peleas, desencadenan un crimen entre hermanos a lo Caín y Abel. Hasta ahí la primera parte o el primer anillo que dejará un rastro de sangre en el piso de madera. Un rastro que, como en el Necronomicon de Brian Yuzna, será el inicio de la decadencia.
II
Jennifer Lawrence, a quien hemos visto en papeles disímiles unos de otros, como en Winter’s Bone o Los juegos del hambre, hace de Madre, una esposa abnegada que atiende la casa, parcha y pinta las paredes viejas de la casona y está atenta a todos los requerimientos del esposo poeta. Y no reclama nada salvo cuando las cosas van mal y todo parece desmoronarse, pues entonces la mujer impoluta, casi como un ángel, reclama: “no has escrito nada y quieres hijos, pero ni siquiera me tocas”. Entonces el hombre la coge a viva fuerza en las escaleras, en una escena de sexo que podría ser tranquilamente una “violación convenida o pactada”, valga la calificación, o una escena de relleno donde el placer (visual) ha sido abolido para convertirse en un signo de puntuación o la posterior creatio del poeta que sale de su veda personal y escribe por fin unos versos o versículos.
Este segundo anillo, o de transición, nos muestra una recomposición del cáliz destruido accidentalmente por Ed Harris y su esposa, en una de las primeras escenas. Y culmina con la publicación del libro y el embarazo esperado. Hechos que serán solo pretextos para lo que se viene.
III
El poeta reconocido es aclamado por las masas que empiezan a llegar, en peregrinación, a la vieja casona. Todos los visitantes quieren algo y no solo una palabra y empiezan a llevarse recuerdos, souveniers, arrancando paredes o llevándose adornos. Es ahí donde la película empieza a entrar en “razón”. El poeta no escatima en entregarles todo a sus lectores enceguecidos que apelan a la violencia para tener de cerca al iluminado y participar de una eucaristía postmoderna con predicadores, corifeos y una jauría de endemoniados o terroristas que empiezan a hacer sacrificios humanos o aplicando “justicia popular” en actos sumarios.
Es aquí donde las masas sobrepasan todo control sobre la casa y la Madre o mujer embarazada tiene que espectar la destrucción del hogar a costa de la fama del esposo. E incluso el nacimiento del niño que ocurre en hechos de violencia y persecución como el Cristo bíblico ante las amenazas de Herodes Antipa.
Este tercer anillo se cierra con el canibalismo en que el recién nacido es entregado a las masas hambrientas de palabra que no pueden permitir que un poema compita con un neonato y, literalmente, lo devoran. El niño es, literalmente, almorzado en un “compartir” en una suerte de “eucaristía” o “última cena”. (“Tomad, comed, éste es mi cuerpo y ésta es mi sangre”. Mt. 26:26). El verso habrá ganado a costa de la muerte de un inocente. Y el poeta celebrará el triunfo del poema sobre los restos de la madre y el hijo.
IV
En algún momento, la película pasa de una trama tipo Polanski a Ken Russell o una “Matanza en Texas”: la madre reacciona, coge un pedazo de vidrio y mata a unos cuantos fanáticos cuya sangre no significará nada ni redención alguna. Quizás la venganza sea la consumación y la extinción de toda esta absurda denigración femenina. Y la madre apelará al fuego para acabar con la casa, los fanáticos y, sobre todo, con el poeta, que aprueba todo lo que sus seguidores puedan hacer en nombre de la poesía o en nombre de su poesía.
Entonces la madre desciende a los infiernos (descensus ad inferos)de los sótanos, pero no para resucitar al tercer día ni para ser santificada o levantada, sino para destruir el mal del mundo (o los energúmenos que se han apoderado de su mundo) y el mal u obstáculo que ella misma representa para el ente creador.
V
Para terminar, después de haber convertido a la mujer en un estropajo humano o en fermento cinematográfico, sin ninguna autoridad ni siquiera en su propio hogar, Aronofsky nos hará revivir un mito arcaico, haciendo que Bardem extraiga del vientre de la madre, autoconvertida en bonzo humano, ese cáliz que lo llevará otra vez a la creación heroica, el posible poema o el posible mundo, en otra posible casa y, cómo no, con otra posible mujer. Y el total triunfo del poeta o el hombre, el macho falogocentrista.
Para los que pensaron que los discursos religiosos artísticos se habían exterminado (o autoeliminado) en choque de trenes con el postmodernismo y el neoliberalismo draconiando, se equivocaron rotundamente. Aronofsky nos enseña que todo vale cuando se trata de sacar algo de un sombrero, incluso aplastar a una mujer y metamorfosearla en un monigote suplantable.
En última instancia, esta película debió llamarse “Padre” u “Hombre” cuando, no, llevar el mismo nombre de su autor: Darren Aronofsky. Lástima que su propia novia, Jennifer Lawrence, se haya prestado para este denigrante juego.