Recuerdo que una tarde me llamó por teléfono el escritor y biólogo Rafael Inocente y me dijo: Miguel Gutiérrez se encuentra mal hay que visitarlo en el hospital de la avenida Grau. Y acudimos inmediatamente para saber de su salud. Ahí, entre otros pacientes, sin paredes ni biombos divisorios, hablamos de literatura. El maestro no quería conversar de enfermedades. El quejido de los internos era masivo, pero las letras, así en su expresión sublime y poderosa, vencían todo dolor. Al final de la visita y porque ya nos decían que teníamos que salir, Gutiérrez le pidió a Rafael ir a pasear en su Volkswagen y darnos una vuelta por Chaclacayo y Chosica.
En la Casona de San Marcos lo habíamos escuchado disertar sobre la literatura y sobre cuestiones íntimas como la pérdida de su hijo y su compañera Vilma Aguilar. Dante Castro nos contó que estaba con Miguel cuando ocurrió el deceso de su vástago y otros pasajes que solo lo podrían entender los héroes y valientes. Incluso sobre cómo fue protegido y cuidado los originales de su libro La Violencia del Tiempo cuando los gendarmes lo buscaban para requisarlo o usarlo como prueba de algún delito.
Pero Miguel Gutiérrez sobrevivió a todo eso, aun al ninguneo de la oficialidad, los letratenientes, los criollos y demás alimañas literarias que lo insultaban y maldecían por el camino que había decidido desde la adolescencia y primera juventud: ahí queda su tesis universitaria: “Estructura e ideología en Todas las Sangres”. El viejo saurio se retira. Su novela de cowboys piuranos Hombres de caminos. La Destrucción del reino. Babel, el paraíso. La Violencia del Tiempo que se publicó en tres tomos y cuya expansión también explorarían autores como Bolaño y Los Detectives Salvajes.
Pero MG también fue un gran ensayista, de prosa exigente e ideas mayúsculas con las que definitivamente se graneó más seguidores y también enemigos: La generación del 50: un mundo dividido; La Celebración de la novela, El Pacto con el diablo, La cabeza y los pies de la dialéctica, etc.
Recuerdo que un día estuvimos en su casa de Lurín y ahí en su sala jugaba su gato que tenía una casa de juguetes. Y Miguel le acercaba unas sonajas. La ternura del gran escritor que solo había visto en fotos de Cortázar o de Pérec se manifestaba incandescente.
Este texto está dedicado a Mendis.
(Columna publicada en Diario UNO)