Ha muerto Salomón Valderrama y nadie se lo cree. Ayer nomás nos tomábamos unas cervezas en El Queirolo de Pueblo Libre y conversábamos de la poesía peruana: Hinostroza era mejor Contranatura y, mejor aún, según Salomón, Consejero del Lobo. Yo discrepaba: Contranatura, premiado por Octavio Paz y compañía, era lo más genial del huaracino. Para mí, lo mejor de Rodolfo era, y será, Contranatura. Punto. Sin embargo, insistía el poeta: Memorial de casa grande es el peor poemario. Contaba: una vez le dije al maestro, ¿por qué publicó ese poemario? Por plata, me dijo. No insistía. Corría la cebada dorada y la vida era charlar frenéticamente de literatura, arte, de la realidad vista desde los versos, donde toda posibilidad es infinita y somos seres utópicos existiendo en el Paraíso del ahora que galopa como caballo en la punta de la lengua.
Abro Amórfor y leo algunos de sus versos: «Masturbar bellezas, pulular poesías…/ Latido, deslatido, el que me templa…» Roger Santiváñez y Camilo Fernández Cozmán hablaron bien de este poemario. A Salomón le daba orgullo que Cozmán lo celebrará. ¿Qué rayos podían entender estas sutilezas los mozos y amigos del trabajo que lo acompañaban en su diario existir? Todo ser humano se siente solo; pero en el caso de los poetas esa soledad se arraiga más y más. ¿Dónde entraba el corazón de Salomón entre las cosas y seres inhóspitos de Lima? ¿Dónde su purismo literario en tiempos de reguetón y espuria? Salomón desdeñaba ese facilismo de la modernidad, la ligereza, la falsa moral, la retórica vetusta y politiquera. A diferencia del 99.9 % de poetas que conozco, Salomón era un gran lector y, en consecuencia, un conversador nato. Y tenía, claro, eso que tanto incomoda al medio literario peruano: era crítico al lanzar sus ideas, sin titubear a la hora de afirmar la ínfima calidad de un texto. Esto, quizás, lo alejaba de hacerse amigos fáciles.
Nuestro último encuentro se dio en las calles de Lima. Yo caminaba por Quilca cuando se cruzó delante mío. Le di el encuentro y fuimos a un restaurante de la avenida España, donde, según me afirmó, vendían la mejor entrada de ceviche.
-Me gusta sentarme en los bares de Lima y escribir poesía. Mira -me dijo sacando un fajo de papeles de su maleta de cuero marrón- estuve garabateando algunos versos.
-Al mismo estilo de Martín Adán- atiné a decir.
Pedí un jugo de frutas y Salomón, frente a un jugoso lomo saltado, lamentó que se hubiera acabado su plato favorito. Bajamos por la avenida Venezuela, donde llegamos a un bar y pedimos unas cervezas. Recuerdo que ese día el poeta tenía la antología de la generación del 60 hecha por Óscar Araujo. Como le gustaba escucharme leer, con mi dicción particular, me dijo que lea Arte Poética de Javier Heraud. Y empecé:
En verdad, en verdad hablando,
la poesía es un trabajo difícil
que se pierde o se gana
al compás de los años otoñales.
Terminé mi lectura y celebramos chocando nuestros vasos. Era cierto: la poesía es un trabajo difícil, que se pierde o se gana con los años otoñales. Recordé el nuevo libro que Salomón corregía y corregía sin detenerse si quiera a pensar en publicarlo hasta pulirlo completamente. Salimos a la avenida y tomamos un taxi a Pueblo Libre donde me iban a entrevistar. Era una tarde de primavera, cálida y fresca sin llegar al bochorno. Frente a un semáforo, miré a una niña que vendía caramelos en la esquina de Arica.
Cada día, Lima, se llenaba de más pobres.
Fue la última vez que lo vi.