De mi padre solo tengo un par de fotos viejas en blanco y negro donde apenas se le puede distinguir. Casi no lo conocí. A las justas tengo una imagen borrosa de los cuatro o cinco años. Su familia era de la provincia de El Oro del Ecuador y siempre hablaban de Velasco Ibarra como el tío dictador que luego de su caída causó persecución en todos los Ibarras e Ybarras y cuya terquedad y dureza de carácter dicen que provenía del país vasco de donde era nuestro bisabuelo. Se conoció con mi madre en mayo del 68, en Tumbes, el mundo estaba cambiando y mi padre, don Salvador, dejó a su familia por estar con doña Victoria, mi madre.
Y como cada uno tenía su propia historia, decidieron venirse a Lima dejando todo atrás, incluso sus bienes y comodidades. Mi padre en ese tiempo trabajaba para la Oxy-bridas, un énclave petrolero en Talara, aliado de la IPC y que, algunos años después, se haría famoso con la extraviada “Página once” y que, además, les daba muchas prebendas a los trabajadores, incluso un cine privado. Por eso, cuando yo nací mi padre me puso el mismo nombre de su primer hijo: Rodolfo Valentino.
Un día de mediados del setenta, mi padre sufre un accidente de tránsito del cual quedaría grave y como su recuperación era lenta y avizorando quizás un fatal desenlace, decide irse a Zorritos-Contralmirante Villar donde tenía un hermano, mi tío Genaro; y, claro, también para que mi madre no tuviera que ocuparse de él. No se trataba de orgullo, era amor. No permitirse el sufrimiento de quienes amaba. Mi padre fallece al poco tiempo.
Nunca me contaron cómo pasó todo esto, toda mi adolescencia pensé que era adoptado. Muchas historias se tejían en mi cabeza. Mis hermanos mayores tenían ojos verdes o azules. Cosas de familia que le llaman. Mi hermana Martha me narró esta historia una noche antes de que yo cumpliera la mayoría de edad. Y es así como decido ir solo, viajar más de mil kilómetros y conocer la tumba de mi padre. Eran mediados de los ochenta. El país estaba de cabeza.
Cuando llego al cementerio “Papagayos”, en Zorritos, con un mapa que me había hecho a lápiz y papel, entre todos los parajes solitarios y árboles de algarrobo, no encuentro nada. Pregunto a unos guardianes que estaban por la zona pero nadie me daba razón. La tumba de mi padre había sido saqueada. No había ataúd ni ningún rastro de mi progenitor, ningún lugar donde dejarle un ramo de flores, una tarjeta de recuerdo o siquiera un poema.
Esta es la historia de Salvador Ybarra, mi padre, quizás como la de muchos peruanos que no tienen tumba o que nunca encontraron sus cuerpos o desaparecieron sin dejar rastro.
Ahora mi padre vive en mí.