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METAMORFOSIS VAMPÍRICAS (Segunda parte)

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VAMPIROS EN EL CINE.

El honor de haber realizado la primera película sobre vampiros le corresponde a Georges Mélies con “La Manoir du Diable” (1896), no obstante serían las adaptaciones de “Drácula” las que comenzarían a imponerse en el imaginario popular. Los primeros vampiros del cine siguen las pautas dejadas por sus predecesores literarios del siglo XIX: son aristócratas que envuelven con sus capas oscuras a sus víctimas para darles la mordida sensual y fatal.

Y las vampiras… las vampiras casi nunca tenían nada de monstruosas, únicamente su sensualidad a flor de piel, en muchos casos un mero pretexto para poner frente a la cámara a una nena de buen ver vestida con telas traslúcidas y ceñidas. Pero en 1922 aparece la película alemana “Nosferatu”, una versión alternativa de Drácula donde lo más impactante fue la apariencia vampiresca del protagonista: completamente acorde con la idea dieciochesca que se tenía del vampiro antes de la irrupción del Romanticismo, es decir, rescataba el fenotipo del vampiro original. El conde Orlok, monstruoso, calvo, de mirada vacía, enormes colmillos, de orejas puntiagudas y garras largas y afiladas, nada le debe a la sensual figura que tiempo después plasmaría Bela Lugosi para toda la primera mitad del siglo XX. El legado estético de “Nosferatu” en la representación de los vampiros tendría que esperar para su revalorización hasta fines del siglo pasado e inicios de éste, y aún así, aportó en el mito vampírico un concepto fundamental: la destrucción del vampiro por medio de la luz solar.

“Drácula” (1931) de Tod Browning, producida por Universal Pictures y protagonizada por Bela Lugosi, como ya dijimos, aportará el fenotipo del vampiro de la primera mitad del siglo XX. Ahora tomados como elementos de la cultura camp, son destacables: su cabello negro engominado hacia atrás, el traje de etiqueta con corbata de moño y, cómo no, la clásica capa con cuello alto, tieso y puntiagudo (vamos, hoy en día ese es un divertido disfraz para Halloween). Este papel fue para Lugosi el mayor éxito de toda su carrera e irónicamente también arruinó el resto de su carrera actoral, ya nunca más pudo tentar hacer otros papeles; también es cierto que su marcado acento húngaro no le permitió realizar otras caracterizaciones; y así, terminaría dando tumbos en películas de serie B a lo largo de las restantes décadas hasta acabar en los años cincuenta en las garras del no menos freak Ed Wood.

Christopher Lee le tomaría el relevo a Lugosi en su representación de “Drácula” (1958). La productora Hammer, que lanzaba éxitos de taquilla con bajo presupuesto, no se ahorró en escenas sensuales y en mostrar escenas de violencia explícita. El Drácula de Lee se permite regodearse en la sangre.

Un ejemplo menos lejano: citaremos a la película “The Hunger” (1983) de Tony Scott, donde actúan Susan Sarandon, Catherine Deneuve y David Bowie. Su atmósfera gótica y su combinación del mundo vampiresco con la contemporaneidad tal vez le deban mucho al parteaguas literario que significó “Entrevista con el vampiro” (1979) de Anne Rice, que se alejó de la teatralidad de los vampiros “a lo Bela Lugosi” y que a su vez influyó, para bien y para mal, como veremos más adelante, en las representaciones vampirescas por venir.

Por otro lado, en la primera mitad del siglo XX la ciencia ficción de terror también coqueteó con el tema vampiresco, alucinándose vampiros-extraterrestres con planes de dominación global, entre otros derivados. Muchas de estas cintas son verdaderas obras de arte en el sentido kitsch de la palabra, algunas llenas de verdadero humor involuntario, más aún vistas desde esta época llena de impactantes y realistas efectos especiales. Citaremos, por ejemplo, “Queen of Blood” (1966) donde la vampira solo se diferencia de los humanos por su piel verde y “Lifeforce” (1985) película británica basada en el libro “Los vampiros del espacio” de Collin Wilson. Las novelas de ciencia ficción se han encargado de quitarle al vampirismo cualquier clase de ascendiente mítico, mágico o sobrenatural, así, tenemos por ejemplo que en “Soy leyenda” (1954) de Richard Matheson, la causa del vampirismo es una bacteria extraterrestre. En esta novela se detallan dos clases de vampiros: los infectados en vida y los cadáveres vivientes, y aquí hay que tomar en cuenta lo muy cercano que es el vampiro al zombie, ambos son cadáveres, aunque se asume que el zombie es un cadáver sin conciencia. Este libro tiene cuatro adaptaciones cinematográficas, la última es la que conocimos protagonizada por Will Smith, y en ella los vampiros ¿o zombies? adquieren una fisonomía siniestra.

Y ahora debemos mencionar al “Bram Stocker’s Dracula” (1992) de Francis Ford Coppola, el último intento verdaderamente loable de darle vida al vampiro más clásico de todos sin recurrir a los clichés visuales de los vampiros “a lo Lugosi”. Sus abigarradas escenas de erotismo, muerte y sangre se conjugan a la perfección con la imagen de dandy londinense de fin du siécle que presenta Gary Oldman quien a su vez presenta otras apariencias turbadoras: avejentado, en forma de murciélago gigante, en forma de lobo y con la capacidad de convertirse en otras criaturas, como las ratas, por ejemplo. Coppola rescata en su Drácula el hecho de que el vampiro necesite la sangre mortal para recuperar su juventud, si no la bebe, no morirá, pero se arrugará y envejecerá. Al Drácula de Coppola al igual que el Drácula literario el sol no le afecta, pero mengua sus poderes considerablemente. Y solo recuperará sus fuerzas descansando en su ataúd, rodeado de la tierra de sus antepasados (leer lo que dice Sharona Fredericko respecto a este punto en la primera parte de este artículo).

From Dusk Till Dawn (1996) o “Del crepúsculo al amanecer”, como se la conoció en Latinoamérica, es una película de humor negro de Robert Rodríguez en la que los vampiros  son de ascendencia mexicana  y marginal: en un bar de motociclistas llamado “La teta enroscada” (¿?) veremos a la vampira más original de todas, en principio Salma Hayek aparece en un sexy atuendo azteca y haciendo un sugerente strip tease, acompañada de una boa albina, para luego convertirse en una especie de horroroso vampiro-reptiliano. Aléjense de esta película los amantes del cine-arte y bienvenidos sean a este film aquellos que buscan humor, balas y sangre.

Las sagas de “Underworld” y “Blade” en el cine nos presentaron, indistintamente, tanto a vampiros de apariencia humana como a vampiros más acordes con la imagen de Nosferatu. “Blade” (1998), basado en un cómic (al que le debe casi nada), nos presenta a un cazavampiros de ascendencia africana que lucha contra su propia adicción a la sangre, pues él también es un vampiro, mejor dicho, un híbrido entre humano y vampiro. La verdad es que Blade fue una bendición en el mundo de la cultura pop, pues les devolvió a los vampiros, al menos por un tiempo, la apariencia horrorosa y macabra de sus orígenes. Además la cinta rezuma en ironía y humor negro. Inmejorable aquel vampiro obeso, la parodia de un geek, al que en cierta parte de la cinta torturan con lámparas.

“ Underworld” (2003), en cambio, centra toda su atención en una supuesta rivalidad milenaria entre vampiros y hombres-lobo.  Underworld llegó a constar de cuatro películas, la última estrenada en 2012. En “Underworld Evolution” de 2006 el personaje de Marcus Corvinus tiene una transformación que lo asemeja a una gárgola o a un humanoide al estilo de Nosferatu pero con alas; esta misma forma de vampiro alado-humanoide la ofrecerá la taquillera película “Van Helsing”  (2004), también centrada en una rivalidad entre vampiros y hombres-lobo.

Es así como el cine va formando en el imaginario popular esta rara contraposición, entre el vampiro como un ser aristocrático y decadente en enfrentamiento contra el hombre-lobo, una criatura salvaje y marginal. Tal vez para esto haya que salir de las lindes del cine y citar como influencia el juego de rol “Vampiro: la mascarada” de 1992, en ese juego los vampiros descienden de Caín (el castigo de Dios por haber matado a Abel sería que Caín se convirtiera en el primer vampiro sobre la Tierra), se dividen en clanes o familias y cada clan tiene una especie de animal tótem o “bestia interior” que domina a cada vampiro en sus momentos de desespero e ira. El clan “Grangel” es, en este juego, el equivalente a los hombres-lobo, y es curioso que sea el clan Grangel el más “ecologista” de todos los clanes, por completo distinto a los delicados “Toreador” o a los monstruosos pero sabios “Nosferatu.”

Ya luego la saga “Crepúsculo” se encargaría de popularizar esta ficticia rivalidad (y de cagarlo todo, todo).  No nos adelantemos, empero.

EL HITO VAMPIRESCO LITERARIO (Y LO QUE OCASIONÓ).

Volvamos a los vampiros de la literatura. Hemos mencionado mucho “Entrevista con el vampiro” de Anne Rice en este artículo y ahora es momento de dedicarle unos cuantos párrafos. Rice hizo por los vampiros de ahora muchísimo, y como ya dijimos, para bien y para mal: por un lado sus criaturas no son seres maniqueos completamente malos y alejados de dilemas éticos, son seres de carne (muerta) y hueso que atraviesan su transformación al mundo de las sombras en muchos casos, de forma traumática. A algunos de sus personajes Rice los dotó de humanidad, sensibilidad y crisis existencial, y para otros tuvo a bien interpretar su esquizofrenia como producto de su imposibilidad de aceptar el paso de las eras. Lo dice Armand, uno de los personajes de la novela: ¿Cuántos vampiros crees que tienen el valor suficiente para la inmortalidad? Para empezar, tienen las nociones más vagas acerca de la  inmortalidad. Porque, al convertirse en inmortales, quieren que todas las formas de su vida sean fijas e incorruptibles: los carruajes hechos en el mismo estilo; vestimentas con el corte mejor; hombres ataviados y hablando del modo que siempre han comprendido y valorado; cuando en realidad, todas las cosas cambian menos el vampiro; todo salvo el vampiro está sujeto a una corrupción y a una distorsión constantes. Muy pronto, con esa mente inflexible, y a veces incluso con la mente más flexible, esta inmortalidad se transforma en una condena penitenciaria, en un manicomio de figuras y formas que son desesperadamente ininteligibles y sin valor. Un atardecer, un vampiro se levanta y se da cuenta de lo que ha temido quizá durante décadas: que simplemente no quiere vivir más. Que cualquier estilo o moda o forma de existencia que le hiciera atractiva la inmortalidad ha desaparecido de la faz de la tierra. Y no queda nada que ofrezca la libertad de la desesperación, con la excepción del acto de matar. Y el vampiro sale a morir. Nadie encontrará sus restos. Nadie sabrá que ha desaparecido. Y muy a menudo, nadie a su alrededor, en caso de que aún busque la compañía de otros vampiros, nadie sabrá que él está desesperado. Habrá dejado de hablar de él o de cualquier otra cosa hace mucho tiempo. Desaparecerá.

Los vampiros de Rice, mejor dicho, los de “Entrevista con el vampiro” se carbonizan con el sol, pueden ser destruidos mediante la decapitación o la hoguera (“la destrucción de tus restos” dirá un personaje) pero son flexibles y pueden resanar hasta las heridas más graves, aunque no instantáneamente, sino con el paso del tiempo. Si se les amputa algún miembro, no lo pueden recuperar. No tienen poderes sobrenaturales salvo leer el pensamiento (más producto de la observación atenta que de otra cosa) y, definitivamente, no pueden tener sexo. Cuando un humano se transforma en vampiro debe padecer la agonía de morir como mortal, hasta deshacerse de todos sus fluidos vitales. En libros posteriores Rice desarrollará una riquísima y muy sorprendente mitología del por qué existen los vampiros (“Lestat el vampiro”, “La reina de los condenados”) que remontará la existencia de estos seres hasta el Antiguo Egipto. Pero sostengo que “Entrevista con el vampiro” debe leerse como un libro independiente, completamente ajeno,  de toda aquella mitología pop posterior; su belleza radica en su desesperanza intrínseca, en el tormento filosófico, ético y moral de un protagonista que intuye que posiblemente no exista ni un paraíso ni un infierno, ni premios ni castigos, simplemente la nada.

AHORA VIENE LO MALO: tanto énfasis en la belleza terrenal de los vampiros, en la búsqueda de los placeres que éstos emprenden para acallar sus conciencias, en su aparente perfección ante los ojos mortales, en suma, la mención de que algunos de estos seres pudieran tener belleza física y sensibilidad humana crearon al vampiro contemporáneo de las novelas rosa de hoy en día. Cuando el sabio señala la luna con el dedo, solo los tontos se quedan mirando el dedo, dice el dicho, y Stephanie Meyer creó a Edward Cullen y lo presentó en el libro “Crepúsculo” (2005), dando así forma al miro del novio ideal: no envejece, va siempre a la moda, es fino y sensible, fuerte sin ser un supermacho, un poco marginal y rebelde, pero no lo suficiente como para poder presentárselo a los padres, distante, silencioso, alejado de la chusma pero a su vez accesible a la primera oportunidad, mejor dicho, el hombre “perfecto”: un gay que no es gay, con todas las ventajas innegables de la homosexualidad pero sin la homosexualidad, algo así como James Dean o Monty Clift (pero ya se sabe lo que decían  de ellos) y con la paciencia sobrehumana (quien conoce a los hombres, sean de la opción que sean, sabe que es imposible que esta clase de paciencia sea masculina) para escuchar los rollos de la amada o, en su defecto, esperar a que ésta los diga; o intuirlos, o quién sabe, adivinarlos, que es lo mejor (eso sí es un superpoder). Y nadie más lerda y lacónica que Bella, la protagonista, quien aparentemente puede tirar por el tubo todo un siglo de luchas y reivindicaciones feministas porque su vida solo puede tener sentido si vive alrededor de su amado como un satélite, si él la ama, y si él no la ama, que se jodan todos, el suicidio es la mejor opción. Edward tendrá que ser no solo el gallardo protector, el psicoanalista, el hombro sobre el cual llorar, en suma, se ve que Bella es un monstruo de egoísmo incapaz de dar a su hombre otra cosa que no sea sexo, su esclavitud canina y su devoción talibana, al parecer no tuvo una buena relación con su padre (quizá era alcohólico y luego la violaba, no sé)  y lo que busca es una figura paterna suplementaria, aunque no arrugada y con mejor empaque, claro.

Vamos a morirnos de risa un poco: los vampiros de Stephenie Meyer no solo son guapos, además de tener poderes como los X Men, brillan como luciérnagas diurnas bajo la luz solar, son tan invulnerables que hacen que el ser vampiro sea lo más cool que uno pueda imaginarse. Lo peor: ya ni siquiera quieren beber sangre ¡y sí pueden tirar! ¡Sí pueden tener sexo! Pero ojo: solo hasta después del matrimonio.

¡Plop!

(NOTA: Me veo obligado a decir nuevamente “continuará”. La tercera parte incluirá un recuento sobre los vampiros en el mundo del comic y, finalmente, en la TV. Y ahí sí morirá la flor).

 

Continuará…

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