Después de la luz que la cegó por varios minutos, ella acercó una silla y se sentó en medio de la sala. Estaba sola en la Estación. A través de las ventanas sin cristales, las cortinas de un color cenizo se agitaban ondulantes por el viento que ingresaba con indiferencia a los ambientes derruidos. Se frotó los ojos y lanzó un suspiro que se oyó como un gemido lastimero. Sabía que no había nadie más en el mundo: tenía la certeza de que todos los otros seres habían muerto. Vio a su alrededor y descubrió que todo el material de transmisión estaba en ruinas, su cámara fotográfica destrozada, las paredes carcomidas. Sin quererlo, quedó atrapada en el silencio, sin tomar en cuenta el tiempo, el avance de las nubes, ni el descenso del sol en el horizonte.
De pronto, algo golpeó la puerta. “¿Quién es? ” – Preguntó con un repentino brillo en sus ojos cafés- se repitió entonces dos veces el temblor en la puerta, no como un golpe físico sino como un sonido retardado que golpea en ondas hasta desaparecer. Abrió la puerta y la vibración la golpeó en todo el cuerpo, penetrando sus poros y haciéndola estremecer.
Al principio no se extrañó y tuvo la sensación de que sus plegarias habían sido oídas; recordó entonces la última vez que había disparado su revólver hacia el horizonte del Este, viendo cómo las dos últimas balas del tambor se perdían en el infinito. Éstas habían dado la vuelta al mundo pues no hallaron a nadie en quien cobijar su mortal calor y, ahora, la puerta se habría para dar paso a su sonido de nacimiento como un parto estruendoso y seco. La mujer vio dos puntos milimétricos creciendo en el horizonte del Oeste, acercándose entre ruinas de edificios y cimientos de casas. Un silbido que se hacía más fuerte le hizo comprender que aquellos puntos de plomo se hallaban cada vez más cerca.
Con el rostro bañado por el sol del atardecer, abrió su blusa y sintió el calor ansiado, ya dentro de sus pechos blancos. Al caer al piso uno de sus brazos chocó contra el tocadiscos, subiendo al máximo el volumen del long play que escuchaba antes de que la luz apareciera. Cuando sintió que el calor de su pecho le absorbía la vida, cerró los ojos y sonrió.
En el infinito, la voz de Bob Dylan se alzaba como una bandera arrastrada por el viento de la derrota; en la casa, la mujer sólo alcanzó a oír un fragmento de la canción: “…no hemos hecho / más que construir / para destruir…”
Y las cortinas continuaron ondulando al ritmo del viento.