Por : Jorge Paredes Terry
La noticia de la muerte de Mario Vargas Llosa ha despertado, como era de esperarse, reacciones encontradas. El Nobel peruano fue un personaje complejo, cuya evolución ideológica del socialismo de su juventud al liberalismo de su madurez lo convirtió en una figura polémica, admirada por unos y criticada por otros. Pero hoy, en lugar de recordar al Vargas Llosa que abrazó el neoliberalismo y cuyas posturas generaron divisiones, prefiero quedarme con aquel joven escritor que, en los años 50 y 60, creía en la literatura como herramienta de transformación social.
En una entrevista, el propio escritor reconoció: Creo que era muy difícil para un joven latinoamericano de los años 50 que descubría el problema social, las desigualdades, el racismo no acercarse al socialismo». Esa frase resume el espíritu de una generación que veía en la política no solo un debate de ideas, sino una lucha por la dignidad.
Ese Vargas Llosa, el de “La ciudad y los perros», el de “Conversación en La Catedral”, era un autor comprometido con denunciar las injusticias de su tiempo. Su literatura exploraba la violencia institucional, la corrupción, la marginalidad. Era un escritor que, sin ser panfletario, entendía que las novelas podían ser espejos de una sociedad enferma.
Con los años, Vargas Llosa viró hacia el liberalismo económico, abrazó causas conservadoras y hasta apoyó intervenciones internacionales cuestionables. Muchos de sus antiguos compañeros de ruta lo acusaron de traicionar sus ideales. Pero la grandeza y también la tragedia de su figura radica en que nunca dejó de ser, en el fondo, ese joven que alguna vez creyó en la utopía.
Incluso en sus últimos años, defendió la libertad como valor supremo, aunque su interpretación de esa libertad chocara con la de otros. Quizás por eso su obra perdura: porque más allá de sus contradicciones, su narrativa sigue interpelándonos, obligándonos a reflexionar sobre el poder, la identidad y la moral.
Hoy, cuando su voz se apaga, no quiero recordar al Vargas Llosa que firmó manifiestos neoliberales, sino al que escribió: “La literatura es fuego, es inconformismo y rebelión». Al que creyó, aunque fuera por un tiempo, que otro mundo era posible.
Descanse en paz. O, como él mismo diría, que descanse en “las guerras de este mundo».