Opinión

Mario Vargas Llosa: Y después de él ¿quién?

El Nobel de literatura cuelga la pluma con “Le dedico mi silencio”, novela que aborda dos espacios muy peruanos: el criollismo y la huachafería. Y el anuncio de su retiro ha dado inicio al deporte más peruano y huachafo de todos: la especulación (sobre quién ocupará su lugar).

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En el armonioso jardín de las letras, hay árboles cuyas enormes sombras son difíciles de remontar. García Márquez arruinó al menos tres generaciones bajo la sombra inmensa del realismo mágico, y cualquier buena obra que se publicara en tierras cafeteras durante los años ochenta terminaba siendo irremediablemente comparada con “Cien años de soledad”, o intentando hacerse de un espacio —con mucho esfuerzo— con temáticas particulares que demostraban por sí mismas la existencia un vasto y rico mundo propio que iba más allá de mujeres hermosas que subían al cielo en cuerpo y alma (pensemos, por ejemplo, en la violenta y extraordinaria No nacimos pa semilla, de Alonso Salazar, acaso una de las imprescindibles para entender el surgimiento de la violencia urbana en Colombia, o “La virgen de los sicarios”, de Fernando Vallejo; o “Necrópolis”, de Santiago Gamboa).

Con los años, los escritores colombianos supieron hacerse de un espacio importante y superaron la sombra de García Márquez: ahí tenemos por ejemplo a Juan Gabriel Vásquez, Laura Restrepo o Mario Mendoza, los primeros nombres que se me vienen a la cabeza (cuando la lista es larga).

Y lo mismo ocurrió en otras partes del mundo, pensemos por ejemplo en la enorme influencia de Borges en Argentina y la cantidad de imitadores de Borges —“borgianos” se llamaron a sí mismos muchos de ellos— en América Latina; o de la sombra mexicana de Carlos Fuentes y Octavio Paz (esta última más oscura y densa), autores todos que se convirtieron en referentes e influencias poderosas en escritores y lectores.

Y en Perú las cosas no podían ser de otra manera. Siendo la nuestra una tradición marcadamente realista, teníamos dentro de ese realismo a dos exponentes máximos: Mario Vargas Llosa y Miguel Gutiérrez, ambos con obras que adquirieron el status de clásicos contemporáneos con sus autores aún vivos, “Conversación en La Catedral” el primero y “La violencia del tiempo” el segundo. Pero aquí entra un factor importante que definió el futuro de ambos: la posición política. Y no es poca cosa. Vargas Llosa transitó por la izquierda radical antes de convertirse al liberalismo en un momento donde ser de izquierda marcaba el destino de una generación (recordemos que la segunda mitad del siglo XX ha sido la de los cambios radicales en toda América Latina, cambios que han marcado y definido a sus propios países, sus políticas económicas y el corte o promoción de sus libertades ciudadanas), pero también significó la deformación de un sector de la izquierda que encontró en las armas la mejor forma de expresar sus ideas e iniciar una escalada de terror y muerte que le costó la vida a decenas de miles de peruanos.

Con Miguel Gutiérrez pasó todo lo contrario: su posición política de izquierda lo vinculó a grupos extremistas e, incluso, en un clásico de su autoría como “La Generación del 50” realza la imagen del delincuente terrorista Abimael Guzmán. Esto le costó el ostracismo y el rechazo de un sector académico que, en medio de un entendible ambiente hostil de parte del Estado y las Fuerzas Armadas (todos eran sospechosos en ese tiempo), se veían superados por el miedo al secuestro, la tortura y la muerte que eran cosas desgraciadamente comunes durante la época del terrorismo en el Perú. Y le costó a Gutiérrez el injusto silencio de su estupenda literatura.

En medio de ese escenario agitado, la figura de Vargas Llosa adquirió mayor notoriedad con su presencia tanto en política como en literatura, con una voz segura y una presencia que marcaba una posición que iba contra lo que la izquierda preconizaba, y acá hay que decir algo importante: durante décadas se ha relacionado a la izquierda con la pobreza y la lucha por salir de ésta; y a la derecha con la riqueza y el desprecio por el pobre. Reducir ambas formas a esa definición ha sido la más grande muestra de lo fácil que resulta polarizar en un país donde la educación es la última rueda del coche y donde es más fácil guiarse por lo que dicen los demás que por el temerario ejercicio de pensar por uno mismo.

Hace unos días nuestro Nobel de Literatura anunció su retiro y, contra lo que uno esperaba escuchar de cierto sector letrado medianamente inteligente, empezó a circular la pregunta sobre quién ocuparía su lugar. Hay preguntas que merecen una respuesta inmediata así que resolvamos esto de una vez por todas: nadie. La importancia de Vargas Llosa trasciende lo literario, ha sido un hombre de su tiempo y ha inscrito su nombre en la Historia del país con una influencia que va de lo literario a lo político, de lo económico a lo sociológico, un camino lleno de factores que sólo podrían entenderse desde la ficción por lo increíble. Un camino que, en estos tiempos de redes sociales y donde todo se mide en base a likes y popularidad, sería muy difícil de encontrar.

Pensemos en un escritor con una posición política definida y que defienda con argumentos sólidos sus ideas —comulguemos o no con ellas— cuya presencia actual en el espacio político vaya de la mano con su talento artístico expresado en su obra. No hay. Me parece que es ocioso y absurdo preguntarse entonces por quién ocupará el lugar de Vargas Llosa. Lo que habría que preguntarse es qué escritor está en condiciones artísticas de renovar las letras o plantear una nueva visión del país a través de sus historias. Y los hay, claro que sí, poquísimos pero hay, y existen más allá de lo que uno puede encontrar en los grandes festivales o en las agendas de la FIL (donde uno se encuentra a los mismos de siempre todos los años).

En un mundo donde la imagen lo es todo —al punto de convertirse en mentira, en un producto, en ese “construirse una imagen ante los demás” que nos venden los guiones de las redes sociales— y en un país donde dos editoriales grandes imponen a la fuerza a sus autores, y con premios importantes a obras que, finalmente, no recibieron más allá del cheque y su estatuilla —, habría que cambiar la pregunta inicial y pensar en que es absurdo preguntarse quién ocupará el lugar de Vargas Llosa, y sí es válido y hasta resulte enriquecedor, más bien, preguntarse por los nuevos caminos que ya han tomado nuestras letras y cuyos destinos dependerán no sólo del tiempo, sino también de ir conquistando más y más lectores.

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