Que la iglesia Católica organice una marcha por la vida es como que Estados Unidos haga una por la paz o por el desarme nuclear; o China, por la libertad de información. No es burla: Si hacemos un recuento histórico sabemos que mucha más gente ha muerto en nombre de Dios que por cualquier otro motivo.
Podemos hacer una lista enorme, todo aquel católico (como lo fui yo alguna vez) que tenga una biblia a la mano puede comprobar que no miento. Basta leer el Éxodo (Capítulo 12: versículos 29-30), 2da. De Reyes (2:23-25), Samuel (15:3-9, 12:14-18, 4:11), Levítico (10:1-3), Ezequiel (9:1-5), para ver la compasión que tiene Dios sobre infantes y recién nacidos. Y dejemos de lado que envío a su propio hijo a morir.
Sé que muchos dirán, pero los mata por pecadores, por oponerse a su voluntad, porque él es Dios.
No olvidemos que en nombre de Dios, Reyes y Papas mandaron a matar a personas que pensaban diferente, o a personas que pensaban igual pero eran un estorbo en sus planes de enriquecimiento y poder.
Pero estamos en pleno siglo XXI, en la edad de la razón y la ciencia. Es imposible que un obispo o un gobernante nos mande a cavar tales zanjas, a quitar libertades, marginar, segregar, imponer los contradictorios principios de una fe para elaborar leyes que rijan a todo un país. Menos aún en un estado laico.
Sin embargo, a decir de la marcha de ayer. Esto si ocurre.
Leí una pancarta cristiana hace poco: “La fe salta mientras el temor analiza, argumenta, averigua, estudia, observa, cuestiona”.
Es casi el mismo mensaje prehistórico que Dios le deja a Adán y Eva en la fábula de la creación: no coma del árbol de la ciencia del bien y del mal. Manténganse sumisos, no piensen.
Basta leer los comentarios de muchos activistas pro vida, creyendo que al aprobarse la ley de la despenalización del aborto, todas las mujeres van a abortar, todos vamos a ir corriendo por las calles pateando estómagos y obligando a que las mujeres no queden embarazadas. No exagero. Y es, en alguna medida, la información que la iglesia les está vendiendo. Lo mismo ocurrió con la unión civil: todos nos volveremos homosexuales, iremos fornicando por las calles, sobre bancas y parques, en frente de los niños. Ambos cataclismos se encargarán de extinguir a la humanidad. Una verdadera tontería.
Y comprendo en realidad que cierta parte de la iglesia se esmere en crear este psicosocial. Vamos, todos sabemos que la desgracia humana es la fuente de la necesidad de una iglesia. El sufrimiento, el padecimiento, la necesidad de Dios, la esperanza de una vida futura llena de paz. La iglesia nos ha enseñado a empeñar nuestro tiempo presente por una felicidad futura que llega después de la muerte. (El mismo floro, no tan distante, es el que han usado las AFP). Yo no creo que sirva de mucho.
Porque mientras millones se movilizan alimentados por este miedo, por una vida llena de pureza y buenas acciones juzgando a los demás y marginándolos, hay muchas otras personas que sufren por la intromisión de la fe en cuestiones de gobierno. Jóvenes que son violadas y quedan embarazadas, y que, por decisión de los millones que marcharon ayer, tendrán que cargar con el fruto de la violencia, con una maternidad impuesta, quizá carente de amor, quizá carente de oportunidad, interrumpiendo su vida para trabajar y ver cómo alimentar a ese pequeño, rechazada por muchos hombres debido a su tragedia, solas. Encontrará tal vez consuelo en la iglesia, rezará, dará su diezmo todos los domingos. Tal vez sea ella la que tenga que decidir si quiere pasar por todo eso. Quizá sea ella la que tenga que decidir cuáles son sus prioridades. Ella no pidió quedar embarazada. ¿Y si el embarazo pone en riesgo su vida? ¿Hay que obligarla a morir? ¿Y si después de todo esto el niño nace y es gay? ¿Entonces lo dejamos de lado?
Los índices de pobreza infantil son, por decir lo menos, desesperantes. Ocho de cada diez niños en el Perú tienen que trabajar. Lo más que se puede hacer por ellos es llevarles un juguete y un panetón en navidad lo cual no soluciona sino palia. Esta cifra infantil se debe a la falta de oportunidad en un país cuya mayor etapa de bonanza ha sido desperdiciada en hacer grandes restaurantes y en los bolsillos de todos nuestros gobernantes. Mientras tanto, en ese Perú que no se ve, ese que queda más allá de los centros comerciales, los niños siguen pagando las consecuencias de la imprudencia, la falta de educación y el desamor. Si esto no fuera poco, los negocios de abortos clandestinos abundan (lo vemos en los periódicos, en carteles pegados en los postes, en ciertas avenidas de muchos lugares de la ciudad), abunda también el daño que muchas mujeres se infringen para tratar de matar a un bebé que no desean tener, arriesgando su propia vida para librarse de una carga. Es una realidad existente, penosa, abominable. Pero es la realidad.
Podríamos prevenirlo, pero la iglesia Católica no da chance: no puede haber prevención. El uso de condones y anticonceptivos es pecado. La única solución: no tengas sexo. El sexo solo sirve para reproducirse -aunque estoy seguro que esa es una regla que muchos católicos pasan por alto-. Allá ellos si lo creen. Los felicito. Pero los violadores no tienen esa regla tan clara que digamos, los jóvenes no reciben una buena educación sexual, los curas no pueden casarse; y por favor no se escandalicen ni se hagan los puritanos, todos sabemos las desgracias que muchos miembros de la iglesia le han producido a miles de infantes. Sí, sucede en otras instituciones, pero en esas instituciones al menos, hay sanciones, cárcel o la posibilidad de ir, a la antigua, con una escopeta y pedirle al desgraciado que salve el honor de nuestra hija, casándose con ella.
La incongruencia de la iglesia peruana está manteniendo al país en un estado de subdesarrollo, está lastimando personas, está sembrando divisiones. Lo hace incluso alejada de sus propias reglas. Cito por ejemplo el artículo #3 del Catecismo de la iglesia Católica sobre la justicia social: El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral. Sin este respeto, una autoridad solo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos.
Sembrar miedo e intolerancia es ejercer violencia. Convocar a marchas para imponer su fe en un estado laico es un acto prepotente e irrespetuoso. La libertad de las personas prima antes que todo. La libertad de escoger una religión o ser ateo, la libertad de poder amar a quien desee sin que nadie le niegue la posibilidad de una unión civil, la libertad de decidir si se quiere ser madre o no si has sido agredida sexualmente o si tu vida corre peligro. Es hora de que el Perú marque su carácter de estado laico y ponga al margen las intromisiones de la iglesia católica en las decisiones de estado. Es hora incluso de que se deje de subvencionar a sus prelados y curas. Que sean los mismos católicos los que se encarguen de darles un sueldo. Y después de eso que salgan a todas las marchas que quieran, de pasada la iglesia podrá aprovechar en hacer una cobranza coactiva de diezmos para pagar sueldos y mantenimiento de iglesias. Ahí quiero ver cuán multitudinaria sería. Por lo demás, dejen que el estado trabaje para todos, católicos, protestantes y ateos, hombres, mujeres y homosexuales. Dejen que el estado establezca verdaderos márgenes de libertad, que refuerce la identidad y la educación de la nación. Es el único camino para el desarrollo social, aunque cueste tanto entenderlo.