Fue una de esas figuras públicas que se piensa que nunca van a morir, tanto uno está acostumbrado a ver su imagen en las actualidades periodísticas por alguna proeza, un escándalo, una ocurrencia divertida o una situación patética, o por aparecer abrazado a algún grande de este mundo, político, artista o líder espiritual, como el mismísimo Papa. Armando Maradona fue una de esas figuras públicas. Nunca dejó de ser noticia en los veinte años transcurridos desde su retiro como futbolista, ni tampoco dejó de serlo en cada partido que jugó tras su debut en Argentinos Juniors, a los dieciséis años, cuando aún vivía en Fiorito, una de las villas miserias de Buenos Aires.
Era ya lo que nunca iba a dejar de ser: el Pelusa, el “cabecita negra”, el muchacho pobre del suburbio, con poca educación, el chiquillo que quería ser campeón del mundo con la selección argentina pues a su edad él y los otros sabían de su inmensa calidad con la pelota, pero por eso, o a pesar de eso, Menotti no lo integró en el equipo que obtendría el título mundial en 1978: su excesivo talento podía desequilibrar al conjunto. Pero también era ya “El 10”, “El Pibe de Oro” sinónimos de su nombre, del fútbol como performance de genialidad, un one man show en el que Maradona hacía siempre de las suyas, sin por eso dejar de dar el pase certero al compañero, cuando era necesario, para que completara la jugada o marcara el gol y alegrarse como si lo hubiera anotado él mismo. Con el Boca Juniors, al que llegó en 1981, se afirmó como leyenda, aclamado por la mitad más uno de los argentinos, pero también por la otra mitad, menos uno, cuando El 10 vestía la albiceleste, primero en el mundial del 82, en España, luego en el de México, el 86, en su apoteosis. Entretanto, desde 1984, se había convertido en un ídolo idolatrado, valga la redundancia, en el Nápoles, donde fue un napolitano en cuerpo y alma, de los que hacen del fútbol una forma de vida.
Con los goles, las gambetas imposibles, los títulos, los contratos millonarios, vinieron los exabruptos, los gestos de irreverencia. El mayor de estos fue marcar durante un mundial un gol con la mano, nada menos que al país que inventó el fútbol, Inglaterra. Esa falta, una de las más repudiadas en el fútbol, fue sin embargo aclamada por el mundo entero, ¿por qué? Porque fue un hombre contra un país, porque fue una revancha contra la matonería de la flota inglesa en las Malvinas, porque era una manera de burlarse de lo que quedaba de un imperio, porque el pobre le ganó al rico, por tantas otras cosas que disfrazan la realidad y la hacen más llevadera, como el designio de Dios que, según el mismo Maradona, guió su mano.
Pero El 10 había caído en una trampa, una celada puesta por sus falsos amigos, esas sanguijuelas que se aprovecharon siempre de su fama y su dinero, empujándolo al vicio con halagos, pues lo sabían débil, sin importarles las heridas que la miseria de Villa Fiorito le había dejado en el alma. Su adicción a las drogas (inclusos durante el Mundial de USA 94), más tarde su obesidad, sus gestos de bufón, sus decires altisonantes con los que denunciaba el descarado mercantilismo y la corrupción de la FIFA que nadie quería tomar en serio porque eran la pura verdad, lo hacían estar siempre en la actualidad y ser conocido y reconocido por las nuevas generaciones, las nacidas en la era del Internet. Fue un rebelde, un rebelde que no sabía contra qué se rebelaba. Un rebelde que fue siempre fiel a su pasado, a los cabecitas negra como él, a los humillados y ofendidos del riachuelo a los que sus gambetas daban felicidad.
Como Elvis o como Marlyn, como Gardel o como Balzac, como Edith Piaf o como Garrincha, Maradona ha ingresado al Pantheon del mundo entero pues, como aquellos, el quehacer lo hizo célebre fue potenciado por una existencia contradictoria y desbordante, que escondía posiblemente la palabra llamada Rosebud, como la del multimillonario Kane de la película de Orson Welles, y que no era otra cosa que la añoranza de un modesto juguete infantil que habría de ser tragado por el fuego.