El asesinato de George Floyd en Minnesota, a manos de la policía estadounidense, ha traído una ola de protestas masivas nunca antes vistas. Es definitivamente uno de los casos más emblemáticos de resistencia y cuestionamiento al racismo y a la injusticia social, pero también un claro ejemplo de cómo las masas se desbordan con facilidad, en tiempos de videos grabados y difundidos en redes sociales e Internet.
Durante las honras fúnebres, la mayoría de los asistentes portaban mascarillas, algunos con la leyenda «No puedo respirar», que son las últimas palabras pronunciadas por Floyd cuando el policía blanco Derek Chauvin lo inmovilizó presionando la rodilla contra su cuello durante ocho minutos y 46 segundos, hasta matarlo. El hecho conmocionó a la opinión pública mundial. Las protestas no se hicieron esperar.
El heroico martirio de Floyd fue grabado para la posteridad en video por una ciudadanía que cada día más quiere ser parte del flujo de información, participar en la denuncia social, no como un mero espectador, sino con un rol permanente de defensa de la justicia. Estamos en la sociedad tecnológica, y los teléfonos celulares tienen una presencia cotidiana –positiva o negativa– en las vidas. En casos como este, los archivos audiovisuales son de gran contundencia.
El video dejó en evidencia todos los detalles del homicidio y la escena del crimen. Permite hacer una reconstrucción de la crueldad de los agresores, con lujo de detalles. Este video, fue el detonante. Y sobre todo, en materia penal y judicial es una evidencia incuestionable para sustentar el argumento acusatorio, porque es prueba irrefutable.
Queda claro que en la sociedad actual, las tecnologías de la información –en condición favorable– juegan un rol preponderante en todo sentido. Como ya lo han informado las agencias internacionales, la difusión de las imágenes de la muerte de Floyd desató una indignación nunca vista desde el asesinato en 1968 del activista afroamericano Martin Luther King Jr.
La flagrancia del homicidio, los videos grabados por los transeúntes terminaron no solo en impotencia y rabia, sino que generaron luego violentas protestas, que pusieron en jaque al gobierno y las autoridades en general, pero que evidentemente también se estaba yendo hacia el vandalismo.
El miércoles, los fiscales a cargo del caso en Minnesota presentaron los cargos contra el policía involucrado Derek Chauvin, que será procesado además por homicidio sin premeditación, un cargo que se sumó a los existentes y que conlleva penas más severas.
La ola de protestas que agitó más de una semana desde hace diez días el país se intensificó cuando el presidente Donald Trump amenazó con movilizar al ejército para restaurar el orden. Tales desórdenes obligaron a muchas ciudades a declarar toque de queda y en el país fueron detenidas 10,000 personas, según medios locales.
Por si fuera poco, se acaba de conocer que Floyd estaba contagiado de coronavirus, según datos revelados a partir de la autopsia oficial y de una prueba postmortem para coronavirus. En tiempos de pandemia, Floyd también representa un símbolo del sufrimiento.
Sin embargo, ya se empieza a ver otros países protestando por el racismo y crímenes de odio, como está sucediendo en México. Al menos 26 detenidos y dos patrullas incendiadas dejaron este jueves las protestas y fuertes disturbios en Guadalajara en rechazo por la muerte de un joven que había sido detenido por la policía, supuestamente por no usar tapabocas en medio de la pandemia.
Lo de México también es un reclamo de hace varias décadas, pues luego de la conquista española del siglo XVI, al igual que sucedió en el Perú, los conquistadores impusieron un sistema de opresión para garantizar la producción de riqueza, pero sembraron segregación y división en castas sociales, problema que ha perdurado en el inconsciente colectivo.
En el Perú, el problema subyace por siglos. Y recientemente también ha habido varios episodios de racismo, muchos de ellos grabados con cámaras de teléfono, donde se ven a transeúntes insultando a las fuerzas del orden y con calificativos como “cholo”, “serrano”, entre otros.
El fenómeno del “choleo” en el Perú ha sido analizado por varios estudiosos, entre psiquiatras e investigadores sociales. Aunque cuesta creerlo, en nuestros tiempos persisten la marginación social y clases socioeconómicas marcadas, que tienen su propio círculo de influencias. Todo esto tiene que cambiar.