Por Raúl Villavicencio
Las protestas sociales del año pasado truncaron mi viaje a Arequipa, obligándome cancelar la reserva del hospedaje y todos los planes que tenía previsto para una semana en la Ciudad Blanca. Con los días ya solicitados para vacacionar opté por otro lugar donde las carreteras no se encuentren bloqueadas; miré al norte y vi un destino que me saque del sofocante bochorno capitalino: Máncora.
Por distintas razones del destino nunca en mi vida me había atrevido a recorrer el norte de mi país, sea por enfermedad, trabajo, estudios, o sencillamente no encontraba el momento adecuado.
A puertas de mi cuadragésimo cumpleaños cogí mi bicicleta, le acomodé sus alforjas y una mañana de febrero partí sin saber exactamente qué me iba a esperar.
Tengo que reconocer que por los pocos días que tenía de vacaciones me fui en bus hasta allá, descartando la opción de ir en avión. En mi mente aún flota la idea de que más adelante haré ese mismo trayecto completamente en dos ruedas, acampando en cualquier lugar cuando me canse y comiendo lo que encuentre en un restaurante.
El viaje hasta allá de por sí fue una aventura. Cuando viajo duermo poco y casi toda la noche giraba la cabeza hacia la ventana para saber cómo era la ruta (siempre mentalizado en ese viaje en bicicleta) y qué partes podrían resultar complicadas. Llegando a Paita, de madrugada, contemplé esa famosa luna que tanto me repetían de niño en la escuela. Enorme, roja y luminosa.
La noche se fue disipando, abriendo paso a sembríos y extensas llanuras que se perdían en el mar de Grau. El calor poco a poco se iba presentando, invitándome a despojar de esa manta que utilicé durante la madrugada.
Cerca de las ocho de la mañana pisé por primera vez suelo mancoreño. Emocionado, intrigado, mirando de un lado a otro todas las cosas, olores, lugares, personas de distintas nacionalidades completamente bronceadas, caminando con las sandalias en las manos, despreocupados de lo que sucedía en el sur.
Fueron cinco días en que pude recorrer con mi bicicleta hasta Tumbes, ida y vuelta por playas solitarias, fascinantes, tibias, entre piedras y tortugas, conversaciones frente al mar con un buen mate, atardeceres en el faro, o guías turísticos adictos al licor y las bellas mujeres.
(Columna publicada en Diario UNO)