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Mañana empiezo a vivir de verdad

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El coach se llama Gustavo y ha venido desde la ciudad de México. Viste un terno plomo, frisa los cuarenta y habla como un bien entrenado orador. «Ésta es sólo una charla de inducción», nos aclara, «pero sepan desde un inicio que lo que más admiro en una persona es el criterio y, sobre todo, el sentido común».

Previsible: nos explica que el sentido común es el menos común de los sentidos y nos invita a ser pragmáticos aunque, en muchos casos, a los demás les resultemos antipáticos.

La jornada inicial durará toda una tarde. Desde el mediodía y hasta pasadas las seis. Nos requisarán los teléfonos celulares y cualquier otro aparato electrónico. Primero llenaré una ficha de datos esenciales y luego una entrevista personal. Esta vez con Janet.

—Veo que no tienes trabajo estable —apunta sin mirarme.

—Así es, pero he pagado la cuota para la primera fase —le respondo.

—¿Te cuesta mantener un empleo?

—En realidad me cuesta mantenerme tranquilo.

Esquivo sus preguntas con malas ironías. Intento crisparla mas no lo consigo. No quiero ser otro conejillo de Indias.

—Veo que te gusta escribir…

—Sí, palabras.

—¿Siempre eres así?

—¿Así cómo?

Por fin nos ponemos serios —o lo fingimos— y me dice, convencidísima, que la señorita que me ha recomendado el curso en verdad me quiere mucho.

—Haz una lista de tres palabras que te importen mucho. Las más importantes.

Creo que en este punto lo obvio es acudir a la salud, el éxito, la felicidad. O a sus sinónimos más serviles. Yo empiezo a escribir: muerte, alcohol, odio.

—¿Cuál fue la cosa más importante que hiciste esta semana?

Y no sé cómo explicarle que lo más importante, lo más digno de recordar fue el momento en que hice mías las palabras —traducidas mediocremente al español— de un personaje de una serie policial llamada True Detective: «Puedo ser algo difícil. Sin intención, pero puedo ser… muy crítico. A veces pienso que no soy bueno para las personas. Que no es bueno para los demás estar cerca de mí. Es que yo los desgasto. Y ellos… ellos son infelices». No es bueno de hablar de cosas tan negativas. Ahora no. Sería un mal comienzo.

—Releer a Vallejo —busco una salida digna.

—A ver, ¿qué es lo que más recuerdas de esa lectura?

No hay nada que temer. No hay nada que esperar. Siempre se está más o menos vivo. Siempre se está más o menos muerto.

—¿Y tú estás más o menos vivo? ¿O más o menos muerto?

—Más o menos triste.

¿Cómo llegué acá? ¿Quién me puso en esta incómoda situación? No debí husmear en el pasado de Inés (la señorita que me ha recomendado el curso, que es una profesora de piano que conocí hace mucho tiempo en una fiesta electrónica a la que llegué ebrio con unos amigos de la facultad de Filosofía). Así descubrí al  ex novio de la pianista fallida: Balo. Él dejó a Inés luego de inscribirse en un curso espiritual. Quien lo convenció fue su mejor amigo: «sales de tus comodidades cotidianas y dejas atrás todo lo malo y aprendes a fijarte en las cosas verdaderamente importantes», le había dicho. Liderazgo, así se llama la organización que se dedica a estimular el «crecimiento y empoderamiento personal». Curioso que soy: he averiguado algunas cosas sobre la causa del dolor de Inés. No la amo, pero le tengo mucho cariño. «¡Empoderamiento personal!». Cada vez que leo o escucho la palabra «empoderamiento» siento las ganas de sacar un arma para defenderme.

Se trata de talleres de autoayuda en tres niveles (como los cursos de idiomas): básico, intermedio y avanzado. Balo sólo necesitó del básico para hacer a un lado a Inés.

—Parte del taller, es decir, un paso importante implica hacer una lista de las diez personas más importantes de tu vida y llamarlas, invitarlas al retiro para que charlen contigo…

—Ah, ¿y entonces Balo te llamó para terminar?

—No.

—Entonces, ¿qué pasó, Inés?

Recién caigo en la cuenta:

—Yo no estaba en su lista —me confiesa—. ¡Diez personas importantes y no estaba en su lista! ¿Qué te parece? De eso me enteré después cuando salió de su taller y terminó conmigo.

Toma su monedero color rosa y busca algo. Es una tarjeta: aparece una esbelta mujer de pelo largo que estira las manos en medio de girasoles como si quisiera volar. Sonríe y mira al cielo. En la parte superior te anuncian que son: «Auténticos líderes en acción». Una dirección, dos teléfonos móviles y un correo electrónico. En la parte de atrás un mensaje: «El día te da muchos motivos para ser feliz, no busques un excusa para hacerlo gris. Abraza, besa, sonríe, disfruta y comparte esto: ¡Liderazgo!». Ni Paulo Coelho lo hubiera hecho mejor. Es más: quizá se trate de algún texto del best-seller brasilero que dice que James Joyce es un plomazo.

—Otro negocio en cadena —murmuro e Inés junta las cejas, mostrando su extrañeza.

—¿Qué dices?

—A alguien le lavan la cabeza como en esas sectas para sodálites y luego éste invita a sus amigos y conocidos… Pero los sodálites o los del Opus Dei, hasta donde sé, aunque son muy selectivos,  no cobran… éstos sí: es un negocio.

—No es tan caro…

—Dime el precio, Inés.

—El taller básico cuesta mil soles. Un fin de semana de retiro.

—¿Y por qué Balo no te incluyó en su lista?

—Porque yo no soy su Micaela —se refiere a mi ex, la mujer que me dejó para casarse con su primer enamorado. Todavía no puedo superarlo.

—¿Tienes que recordarme siempre a Micaela?

—Así como tú siempre me mencionas a Balo… ¿qué obsesión tienes con él?

Averigüé cosas: direcciones, gente involucrada. Es una especie de logia que, al parecer, está en franco crecimiento. Cada fin de mes hay una sesión nocturna para invitados. El problema es que para asistir —para formar parte de la cadena— tengo que haber sido invitado por alguien: no puedo decir que me enteré en internet, en un aviso del periódico… ni mucho menos que una infeliz abandonada fue la que me «puso en autos», como dicen algunos periodistas huachafos con complejo de leguleyos. Alguien de adentro me tiene que invitar.

—¿Y si le dices a Balo que me invite?

—¡Estás loco!

—Entonces corre tú, sácate el clavo.

Se lo sacó sin avisarme (hizo bien). Cuando le avisó a Balo que iba a hacer el dichoso curso, él le dijo que esa noticia merecía una celebración: almorzaron juntos, pastas, vino argentino y enhorabuenas por doquiera.

Cuando le pedí que me contara qué ocurría allí adentro no soltó prenda. «No se puede contar, es difícil de explicar esta experiencia». Se sentía sacudida, hablaba distinto. Quería dejar atrás todo aquello que no la ayudara a crecer. Había descubierto muchas rémoras en su vida. ¿Acaso yo sería una de ellas?

—Pero cuéntame algo, al menos lo que ocurre el primer día…

—¿Para qué? ¿Para que te burles? Tú y tu humor insidioso, no te voy a dar el gusto.

—Quizá me anime a ir. Uno nunca sabe…

Se ríe, escéptica: «Tú serías la última persona en el mundo en ir por mí». Le trato de hacer entender que las cosas no se hacen por los otros sino por uno mismo. Discutimos. Intento jalarle la lengua y no se deja pero genera esa necesaria cuota de interés. Poco a poco el interés irá creciendo hasta que lo decida por fin. Ahora estoy en esta charla de inducción, tomando nota mentalmente de todo y recordando que si me siento decepcionado —preferiría decir estafado— me devolverán el 75% del pago.

Alguien pone música relajante y el coach retorna y nos empieza a hablar de la hipnosis, de los recuerdos reprimidos y del útero materno. Después de un rato descubro que algo no está bien: le empiezo a prestar atención, a tomarlo en serio, me dejo llevar por su discurso y sigo, paso a paso, cada una de sus indicaciones. Al final me descubro diciéndome: «Mañana empiezo a vivir de verdad».

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