Luis Loayza fue uno de los prosistas más destacados de las letras peruanas y goza el privilegio de ser un autor de culto que decidió vivir en la memoria y oculto.
1.
Luis Loayza tiene 82 años y sigue escribiendo, supongo. Con él nunca se sabe. Autoexilado, habitante europeo, hace más de tres décadas que no regresa al Perú y solo nos queda volverlo a leer (¿a releer?) en su breve pero rotunda obra. Loayza ha publicado apenas dos libros de cuentos, una novela y dos volúmenes de ensayos. En ellos siempre encuentro, como una sinfonía magistral y vuelta a escuchar al infinito, una prosa pulcra, tan exquisita como exacta. Loayza trenza las palabras. En ese huso lo atrapo desde 1955 cuando publicó El avaro, su primer libro acaso de relatos. Ahí dice, refiriéndose a un imaginario maestro: “Yo anotaba cada una de sus palabras con espesa tinta negra sobre grandes papeles que al final del año cosía”.
¿Cosía? Cierto, leer a Loayza es destejer y tejer de un lienzo escribal los términos en su mejor término. Un gozo de lectura, un deleite de lección. Sus textos tienen tersura y textura. Imaginan un pasado extraño e inmemorial para contarnos de lo más íntimo y apropiado. Aquello que uno percibe de la soledad y el desencanto. No obstante, el acto encantado es ese vivir en el universo de las palabras y la comunicación cómplice de la memoria. Es decir, la recordación de aquello que uno evoca y que no tiene nada que ver con la realidad sino solo con el acto de la reminiscencia. Loayza evita el tiempo, no es pasado ni futuro, su escritura ocurre en el tempo de la lectura, solo eso y nada más.
Limeño más que peruano, Loayza fue (es) la reserva ética de nuestros escritores más lúcidos. Ensayista de cuajo y empaque como consecuencia de ser lector impenitente, enfrenta el acto del ensayo literario para articularse a una lectura creativa a su vez y ejercitar la imaginación crítica. Así, como dicen sus estudiosos, al mejor estilo en inglés de escritores como Edmund Wilson y Cyril Connolly; avanza al concepto francés al mejor estilo de Paul Valéry, Jean Pauhlan y Maurice Blanchot y, se aloja entre los nuestro en la huella de don Alfonso Reyes, Octavio Paz y Ortega y Gasset.
2.
Guardo en mi biblioteca (casi como mi gimnasio) un par de ediciones de El avaro (y otros textos), la de 1955, Cuadernos de Composición, Lima, y la de 1974, Instituto Nacional de Cultura, Lima. Pero es verdad, quiero más sus traducciones –e introducción– de Thomas De Quincey (Confesiones de un inglés comedor de opio) y las de Nathaniel Hawthorne y Robert Louis Stevenson.Loayza estudió en el colegio Santa María y aprendió muy bien el inglés lo que le permitió leer en su lengua original a autores norteamericanos y británicos como Henry James, Arthur Machen y el maestro De Quincey. Así, en su faceta de traductor, aquella máxima de que cada traducción es una traición, pegaba en el palo.
Hombre de pocos amigos –tiene los justos y qué más— se acolleró desde el principio con Mario Vargas Llosa, quien lo bautizó como “El borgiano de Petit Thouars”, Abelardo Oquendo y de vez en cuando con Julio Ramón Ribeyro. Cierto, acaso lo mejor de la “Generación del 50” –con el perdón de Miguel Gutiérrez— en esos años tan sabrosos de nuestra sociedad peruana. Vargas Llosa en un texto en El País de Madrid recuerda otra faceta de Loayza, la de editor: “He estado hojeando los tres números de la revista Literatura que sacamos con él y con Oquendo en la Lima de finales de los años cincuenta, cuando éramos tres letraheridos que aprovechábamos todos los minutos libres que nos dejaban los trabajos alimenticios para vernos y hablar y discutir con pasión y fanatismo de libros y autores”.
3.
Loayza utiliza el ensayo como texto estético. Por ejemplo, leo sobre Valdelomar. “Protagonistas de la belle époque en el Perú. Está bien llamar a esos años con el término un poco absurdo y burlón de belle époque, como la ha hecho Luis Alberto Sánchez en su excelencia biografía de Valdelomar, porque en ellos hay mucho de afrancesamiento, de fervorosa imitación de modelos europeos en medio de una prosperidad sin duda ficticia (el fenómeno es menos peruano que limeño, y aún de cierta clase social) aunque también es innegable que fueron años de felicidad fine y burguesa. La tensión política no era lo que sería treinta o cuarenta años después: es la época de Billinghurst y Benavides, de la estrella ascendente de Leguía, pero sobre todo deuna Lima anterior al crecimiento desordenado y al automóvil, la Lima de Valdelomar y el Palais, de la revista Variedades, de Tórtola Valencia, de Joselito y Belmonte, de jóvenes de sarita y muchachas pálidas de ojos grandes y quietos que nos miran desde viejas fotografías”.
En el excelente perfil que escribiera Jaime Cabrera Junco se explica de aquel destino que es Europa –digo París— para los intelectuales peruanos. Vargas Llosa fue el de la idea del viajar juntos a Europa. Él salió primero en 1958 y cayó bien. “En 1959 Loayza le dio el alcance y vivió un tiempo en el hotel Wetter, en la rue du Sommerard, en el Barrio Latino. Allí, en Francia, se enamoraría y casaría al poco tiempo”, afirma Cabrera. Asuntos de familia, luego impediría que Oquendo les dé el alcance. Luego, en París, Loayza demostraría otro talante. El Perú era su mantra y su herida. Entonces ejerció el rigor en abordar textos en el vasto abanico de temas y de autores que delataban un espíritu curioso, cosmopolita y políglota. ¿Y el Perú? Eso, que siempre está presente como memoria o como duelo o como , una enfermedad entrañable.
En los años recientes se publican los libros: Antología, ensayos, editorial Fondo de Cultura Económica, Lima, 1997, Para leer a Luis Loayza, UNMSM, 2009, de César Ferreira y Américo Mudarra, amén de los dos volúmenes de casi toda su obra por la Universidad Ricardo Palma: Ensayos del 2011 y Relatos, del mismo año. Dije al principio de la obra breve de nuestro escritor. Y ahora pregunto, no será al revés, que breves son sus lectores. Usted se lo pierde.