Opinión

Los tesoros de Catalina Huanca

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Por Raúl Villavicencio

En los cerros de lo que ahora se conoce como el distrito del Agustino, cuenta el escritor Ricardo Palma en sus Tradiciones Peruanas (1872) que existió una mujer en la época de los conquistadores españoles que poseía una riqueza comparable solamente con los más altos señores del Tawantinsuyo. Su nombre era el de Catalina Huanca y cuentan los historiadores que sus tesoros compuestos de oro, plata y piedras preciosas se encuentran aún ocultos en las profundidades de los cerros del Agustino.

Aquella mujer que merecía el respeto de los propios españoles había heredado una fortuna incomparable para la época gracias a sus lazos sanguíneos con el Apu Alaya, cacique de la nación Huanca, lo que hoy se viene a conocer como Huancayo. Mujer noble y de buen corazón, Catalina terminó siendo ahijada nada menos que de Francisco Pizarro, esto debido a un pacto entre los Huancas y los españoles para enfrentar a sus eternos rivales: los incas, quienes estaban comandados por Manco Inca.

Muerto el Apu Alaya, Catalina pasó a ser una de las mujeres más poderosas del siglo XVI, heredando propiedades, vasallos, y rentas provenientes de las minas de oro y plata.

La entonces curaca Catalina pasaba sus días entre Lima y Huancayo, y cuando le tocaba viajar a la costa lo hacía con un séquito de 300 indígenas y 50 mulas cargadas de los metales más codiciados por el ser humano, pues entre el trayecto gustaba por donar una pequeña parte de su riqueza a los más necesitados.

Ya en Lima, cuentan los historiadores, ella solía asentarse en las curvas de los cerros de El Agustino, mandando a esconder sus tesoros en lo más recóndito de esas tierras para que no sea vista por extraños ni avaros.

Así pasaron los siglos y esa dorada fortuna continuaría solapada por el ruido de los mototaxis, las fiestas, el bullicio callejero, el quehacer diario de miles de agustinianos que cuentan haber escuchado sonidos extraños de personas taladrando los intestinos de su famoso cerro, tal como lo hiciera hace casi cien años el presidente Sánchez Cerro, u otros cazadores de fortunas que de cuando en cuando se aventuran sigilosos en los laberintos de El Agustino, tratando de contemplar, al menos una vez, los tesoros de Catalina Huanca.

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