Por: Jorge Paredes Terry
Keiko Fujimori ya no puede ganar elecciones por sí sola. Lo sabe. El electorado le ha dado la espalda, las encuestas la humillan con memes comparándola hasta con un panetón, y su apellido, antes sinónimo de poder, hoy arrastra el peso de los procesos judiciales y el desgaste de tres derrotas presidenciales consecutivas. Pero en la política peruana, donde la ambición y el oportunismo son moneda corriente, la heredera del fujimorismo tiene un as bajo la manga: su ejército de satélites, esos personajes que, por dispersos o contradictorios que parezcan, terminan orbitando alrededor de su maquinaria.
Rafael López Aliaga, el «cristiano» que pacta con cualquier demonio con tal de arañar votos; César Acuña, el meme andante, el eterno candidato que compra conciencias y personajes como quien adquiere franquicias de pollo a la brasa; Vladimir Cerrón, el ideólogo radical que hoy se codea con los mismos a los que antes llamaba «fachos»; Carlos Álvarez, el operador de Montesinos, el cómico que mueve hilos en las sombras; Philips Butters, el comunicador que pasó de criticar a Keiko a justificarla; Carlos Neuhaus, el tecnócrata que sueña con revivir un fujimorismo «light»; Hernando de Soto, el economista que un día la respalda y al siguiente la abandona; Rafael Belaunde, el aristócrata que busca relevancia en un partido desconocido y desenganchado de la realidad popular; y Fiorella Molinelli, heredera de los despojos de Kuczynski, que intenta lavar la imagen de una estructura carcomida por la corrupción. Todos, en su propia medida, son piezas de un rompecabezas que Keiko arma con paciencia de ajedrecista.
El cálculo es simple: mientras más dividido esté el espectro político de derecha y centro derecha más Perú Libre, más chances tiene ella de colarse en una segunda vuelta. Acuña y Cerrón, por ejemplo, ya le hacen el trabajo sucio en el Congreso, manteniendo a flote a un gobierno débil como el de Dina Boluarte, quien, según rumores de pasillo, ya habría pactado una salida controlada que beneficie a la lideresa de Fuerza Popular. No es casualidad que la bancada naranja evite hundir a la presidenta, a pesar de los escándalos de sangre,represión, corrupción con sus wuaykis, el escandaloso caso de las cirugías a cambio de puestos en el estado, etc. Todo forma parte de una estrategia fría: desgastar a los rivales, fragmentar el voto antisistema y esperar que, en 2026, el cansancio ciudadano lleve a los peruanos a elegir, una vez más, entre «el mal menor».
Pero hay un problema: estos satélites le serán leales un tiempo. Acuña quiere ser presidente desde hace décadas, Cerrón sueña con una revolución marxista falsa y no le importa casarse con cualquiera que le dé espacio , López Aliaga se cree el mesías de la derecha, y los demás solo buscan su tajada. Sin embargo, a Keiko no le importa. Porque en el Perú de hoy, donde la política es un negocio de egos y supervivencia, la dispersión es su mejor aliada. Mientras sus rivales se devoran entre sí, ella sigue ahí, paciente, esperando que el pánico a un país ingobernable haga que incluso sus críticos terminen votando por ella, solo para evitar algo peor.
El 2026 se acerca, y aunque muchos se burlen del panetón, la historia podría repetirse: en un mar de candidatos mediocres y ambiciones desordenadas, Keiko Fujimori, la eterna candidata, podría volver. No por mérito propio, sino porque sus satélites, sin quererlo, le allanan el camino.