Por Tino Santander Joo
La pendejada es un mecanismo de defensa y de compensación psicológica de la inmensa mayoría de peruanos para enfrentar el reto de la vida. Los ricos hicieron fortuna con negocios corruptos con el Estado. Los pobres son pendejos y achorados para resistir el racismo, el ninguneo y, la exclusión social. La pendejada es sinónimo de reconocimiento social.
“Ama súa, ama llulla, ama qella” (no seas ladrón, no mientas, no seas ocioso) fue una creación de los primeros españoles residentes en el Perú, frente al pacto implícito entre los conquistadores y los caciques para enriquecerse. Los caciques buscaban tener poder económico y político para reconstituir los viejos reinos y señoríos anteriores al Tahuantinsuyo. No querían la vuelta del Inca, sino reestablecer su poder local y en esa estrategia se adaptaron y aprendieron la picardía española.
Ese viejo pacto no escrito se ha ido transformando en la historia del Perú. Los criollos se aliaron con los ingleses en busca de su independencia; sin embargo, la inmensa mayoría indígena pertenecía al ejército colonial, porque, sabían que con los criollos en el poder perderían los privilegios obtenidos lentamente en el virreinato. Los criollos, los señores feudales se aliaron con los mestizos y establecieron un sistema de cruel servilismo agrario. Millones huyeron a la capital y construyeron el país de los cholos pendejos y achorados que transformó el Perú oligárquico.
El militarismo, la oligarquía, los enclaves económicos de los ingleses y norteamericanos surgieron de componendas políticas mafiosas, contratos corruptos. La historia del Perú republicano está llena de traiciones y pendejadas como la de Mariano Ignacio Prado Ochoa, que siendo presidente huye cobardemente en plena guerra con Chile, con el argumento de comprar armas cuando prácticamente estábamos derrotados, sin embargo, sus minas en Chile triplican sus ganancias[1]
La oligarquía agraria gobernó con Prado Ugarteche, —el hijo del traidor—, con la dictadura del zafio Manuel Odría y finalmente con Fernando Belaunde, el último señorón del civilismo oligárquico. Nada cambió. Millones de campesinos oprimidos, los enclaves económicos gobernaban el país. Los movimientos sociales fueron aplastados y la democracia era una ficción de algunos intelectuales europeizados y desconectados de la realidad. Las clases medias y sus ideólogos creaban republicas democráticas, socialistas en sesudos libros que no entendían el proceso de mestizaje, ni la diversidad de demandas de las tribus que habitaban el Perú.
Velazco y el militarismo revolucionario acabaron con el servilismo indígena; sin embargo, el estatismo y el pseudo colectivismo agrario multiplicaron las pendejadas y corrupción. Ni el debate ideológico, ni los buenos deseos de los constituyentes de 1978 impidieron el fracaso de la partidocracia. El surgimiento de la demencia senderista confirmaba que el Perú, no era una nación, sino, un territorio habitado por tribus que ocupaban inmensos espacios territoriales; la ley oficial era un papel mojado en tinta y lo que se imponía era la informalidad y el crimen organizado. Estábamos al borde de convertirnos en un estado fallido.
La geopolítica norteamericana creó a Fujimori, para evitar la balcanización del Perú; fue a través de la corrupción empresarial y política que se implementó el consenso de Washington, que era el programa económico del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro de Los Estados Unidos. Nuevamente se impuso el pragmatismo como valor supremo para “salvar a la patria”.
Toledo, García, Humala, PPK, Vizcarra, Castillo, Boluarte, son la historia cotidiana de la degradación de la política nacional. Gobiernos que han hecho negociados con la infraestructura social y productiva, que firmaron contratos leoninos como el de Camisea. La inmensa mayoría los repudia. El congreso, el poder judicial, la prensa tradicional o limeña, los gobiernos regionales y, locales son sinónimos de corrupción. Nadie los respeta, no tienen legitimidad.
Sin embargo, el pueblo los elige, los acompaña en sus aventuras electorales, los promueve con entusiasmo del fanático y luego los abandona cuando se sienten engañados, usados. Esta es la triste historia de los militantes de ocasión que se mueven en la informalidad política y que copan todas las instituciones del Estado. No tienen interés por la historia, no tienen norte y son parte de la oclocracia que gobierna desde la consigna y grita callejera que viene desde la izquierda y la derecha.
Han muerto 70 peruanos en las protestas contra Boluarte, y el Premier Otárola, acusa a las Fuerzas Armadas de ser las responsables de las violaciones a los derechos humanos. Nuevamente la felonía y la corrupción hacen gala de su pequeñez. Hace un mes un grupo de jóvenes universitarios gritaba en medio de un debate sobre el oligopolio bancario: “No jodas Tino, los bancos y los pendejos siempre ganan”. He pensado tanto en esa dramática frase que abruma la consciencia de la inmensa mayoría, que paraliza la acción y la organización de los colectivos libertarios. Nada detendrá a los hombres libres, por eso, estoy convencido que llegará el día en que los bancos y los pendejos pierdan.
[1] Ver García Belaunde, Víctor Andrés (2016) El Expediente Prado. Lima. Asociación civil mercurio peruano