Los columnistas son las serpientes del periodismo. Un látigo de reflexión. Un chicotazo de la abstracción. Muerden todo lo que se mueve y sulfuran y enemistan. Su naturaleza excita. Y los hay los ponzoñosos y los curativos. La mayoría son una manga de chiflados pero son necesarios. Aderezan el guiso nacional. Existen en todo caso para joder la pita. Los he leído con fruición y disfrute. Desde Sofocleto hasta Paco Umbral. Escasean en estas horas pero todavía los hay. Felizmente.
Hay los aburridos como bailar con mi hermana y los soporíferos como morder un vidrio. Lo aprendí de Luis Alberto Sánchez y lo saboreé con Pocho Rospigliosi. De mi tiempo en México fue mi regocijo las carnitas, el mezcal y Carlos Monsiváis, que era homosexual y criaba gatos. Pero cuando escribía era Cantiflas y Octavio Paz en uno solo. Y escribía de política como de rumberas que casi es lo mismo.
Hoy tiene un museo en la calle Madero a un par de cuadras del Zócalo. Apreciarlo es oír a Pérez Prado y llorar con Javier Solis. Gran amigo de Carlos Fuentes era el oráculo azteca. La vez que lo conocí estaba alojado en el hotel Crillón de Lima y apareció del ascensor con la bragueta abierta y no lograba meterse la camisa debajo el pantalón. Monsiváis me observó y apuró el paso al bar. Era en los mediados de los ochenta. “Soy mexicano venéreo —me quiso explicar—pero la mayoría cree que predico la Biblia”. Luego hablamos hasta el mediodía. Yo no preguntaba nada, él todo me lo decía.
Monsiváis en su libro “Escenas de Pudor y Liviandad” (Grijalbo 1981), derroca el canon de que un intelectual es la antípoda de un rumbero. Aquel que es hijo del antro y la boite, el ‘dancing’ y la gramática prostibularia. Al ‘Monsi’, que así lo llamaban en la tele, si uno le preguntaba sobre una duda de un texto épico, lo desasnaba. Si necesita un dato sobre alguna película de 1924, 1935 o el año que se le antoje; él sabía quién era el que prestó los muebles. Peor cuando se le tocaba el tema de Quevedo, de Góngora, de Sor Juana, de Darío, de López Velarde, de Vallejo, de Neruda, de Machado, de Paz o de cualquier gran poeta de nuestra lengua, su respuesta surgirá de inmediato como un tacle de El Santos.
Y fue periodista pero con acento en la crónica. De ahí su herencia de Martí, Darío y Gutiérrez Nájera. Escribió como vivió. Con hipos y pedos, porque así escribe uno. Lo suyo fue la rumba, el erotismo, el verso sino la estrofa, la prosa sino los boleros. Y cuando en su libro “Aires de familia”, escribe con categoría sobre las “ínclitas razas ubérimas” de los mitos de la cultura latinoamericana y su alteridad, cita como un ensayista filudo las agonías de Onetti, Novo, Beckford o Hammett. Hoy lo extraño, maestro. Ya no los hacen como usted.