Opinión

Los juegos que pasaron de moda

Lee la columna de Hélard Fuentes Pastor

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Por: Hélard Fuentes Pastor

Jugar en la era digital es diferente, por lo menos en comparación con las formas recreativas de hace 40 o 50 años. De allí, que la ciudadanía lo recuerde como “juegos tradicionales” o “de antaño” que, naturalmente, recibían una influencia directa de la escuela y los hogares, del entorno inmediato, en cambio, hoy en día, la ascendencia es más tecnológica, con servidores online e interacciones anónimas. Lo cierto es que, los “juegos”, en cualquiera de sus modalidades, son una forma de entretenimiento vigente a lo largo del tiempo, de la existencia del hombre en interacción con otros hombres y el medio que los rodea. Por ese motivo, el espacio es fundamental para el desarrollo de los mismos y su escenario más inmediato es la casa, donde hay un empoderamiento del individuo, una apropiación del lugar; y el segundo, por excelencia, es el colegio. Aún sigue siendo el punto de irradiación, pero ahora con ingenierías complejas en las cuales interviene la programación.

Antiguamente, cuando la televisión era limitada, los niños se concentraban en las calles, frente a sus casas, o, en los parques y plazas más próximas para jugar. No obstante, esto sucedía únicamente los sábados y domingos, porque en otros días ordinarios dedicaban largas horas al estudio, ocasionando el traslado de esos espacios de recreación a las escuelas o colegios. Esto quiere decir que era un espacio valorado, mejor dicho, “esperado”, pues no siempre se tenía el privilegio de jugar en cualquier día de la semana. Los padres y maestros se caracterizaban por su estrictez y rigidez en la formación de las nacientes generaciones.

Si bien existe la percepción de que dichos juegos integraban, permitían un compartir homogéneo y real ―marcando una distancia con la ficción tecnológica de este tiempo―, también la mentalidad estereotipada de aquella época, sobre todo, masculinizada, impuso roles específicos que, en algunos casos, segregaron las formas de participación y sirvieron como argumento para cuestionar a quienes no acataban la costumbre. Naturalmente, “el trompo”, “las canicas” o “el fulbito” tenía poca anuencia de las mujercitas que, en su lugar, “cortaban ropa para vestir las mariquitas de papel” y jugaban a “los yaques”.

Uno de los juegos masculinizados fue la “troya”, que consistía en trazar un círculo o cavar un hoyo poco profundo y cada participante, haciendo remoler su trompo, buscaba sacar al contrincante. Viva herencia de la primera mitad del siglo XX, según aparece documentado en Manuel E. Bustamante (1943). Las niñas rara vez o nunca jugaban al trompo, ya sea por la experticia, porque resultaba brusco o podían salir lastimadas. Lo cierto es que este artefacto, una forma de llamar al trompo fabricado en madera, permitió numerosas peripecias, como “el corriente” haciéndolo girar por debajo de la pierna o por la espalda.

Del fulbito, ni que hablar. Niña que pateaba la pelota era considerada machona o marimacha. Y aunque no fue regla, los varoncitos por definición debían ser más competitivos, un espíritu que se mostraba cuando jugaban “bolas o canicas” y al “pharpancho”, una lata atravesada por una pita o lana que se aproximaba a otra girando rápidamente para cortar la del contrincante.

Los juegos más feminizados fueron “la liga” y “los yaques” o “yaxes”. Él último era muy complejo, consistía en lanzar los doce yaxes al suelo e ir cogiendolos de uno en uno con el bote de una pelota pequeña, luego de dos en dos, etcétera. Tenía varias etapas como “la vuelta al mundo” o “el puentecito”, entre otros. El objetivo radica en ganar la mayor cantidad de fichas. La “liga”, por otro lado, consistía en que dos niñas de extremo a extremo y sujetas con un elástico a la altura de los tobillos, invitaban a otras niñas a saltar respetando su turno. A medida que avanzaban, las participantes iban subiendo la liga a la rodilla, a la cintura, incluso, ―dicen― al cuello y terminaban con las manos extendidas. Quién no conseguía brincar o pisaba la liga, perdía e inmediatamente le tocaba sujetar la misma. También, las muñecas de trapo, la tiendita y la cocinita era un juego común de niñas, por lo que sí un chiquillo cogía una olla era considerado afeminado o marica.

Por eso, no todo era perfecto. La mirada prejuiciosa de la época hizo que la experiencia de jugar, en muchos casos, tenga una respuesta excluyente, restrictiva, hasta indecorosa, principalmente para un niño o una niña diferente. Debió ser tormentoso, pues en esos años jugaron con miedo, a escondidas o con muchas limitaciones. Hubo poca tolerancia al niño que jugaba a las muñecas o a la niña que se interesaba en los carritos.

Felizmente, estaban aquellos que integraban tanto hombres como mujeres: “las escondidas”, “la soga”, “bata”, “tejo”, “pesca pesca”, etc. Algunos tuvieron muchas variantes, la pesca pesca, por excelencia, pues hubo quienes jugaban a “los congelados” que consistía en pescar o atrapar a la persona e inmovilizarla, diciendo: “congelado”, entonces quienes aún quedaban libres tenían la posibilidad de rescatarlo, volviéndolo a tocar.

Ese era el panorama de los juegos infantiles y adolescentes de los años 70, 80 y 90. Los baby boomers, la generación X y los millenials, han dado en identificar algunos valores que permitió el entretenimiento de su tiempo: la empatía, el compañerismo, la unión, la disciplina, la solidaridad, la puntualidad, la cortesía y un largo etcétera, que conduce a valorar su importancia en los imaginarios sociales contemporáneos. Los adultos consideran, por ejemplo, que los juegos de antaño no tenían malicia. Pero no es del todo cierto, hay niños que se sentían mal porque eran excluidos o recibían burlas.

A medida que pasaron los años, el acceso a los medios de televisión permitió la recreación de otros juegos, la modificación de las reglas o la incorporación de personajes ficticios, animados, cómo: “zapatito roto” o “la casa de Pinocho”, ambos usados principalmente para seleccionar a los jugadores. El primero tiene un significado particular. Todos colocaban sus zapatos alrededor como formando un círculo y alguno coreaba: “zapatito roto del Perú, dime cuántos años tienes tú”, se seleccionaba a la persona y a partir de él, se contaba: “pin uno”, “pin dos”, “pin tres”.

Entre finales del siglo e inicios del 2000, se introdujeron otros elementos de juego. Ya no sólo existían las canicas o los yaxes, también los taps, que corresponden a mi generación; y en casos más extremos, los nombres de los juegos cambiaron. Sucedió con “siete pecados” ―como fue llamado en los 80―. Cada jugador elegía el nombre de un país, uno de ellos lanzaba la pelota y gritaba el país de cualquiera. El niño convocado tenía que correr hasta alcanzarla y una vez sostenida, si no caía en el suelo, llamaba a otra persona, pero si daba bote, los demás se quedaban estáticos. Nosotros decíamos “stop”. Luego, con tres pasos largos ―a manera de brincos― trataba de aproximarse a uno de ellos y arrojaba el balón con la finalidad de chocarlo. Después, el perdedor reiniciaba el juego. Yo lo jugué desde los años 90, con la denominación de “países”.

Algunos juegos del siglo XX tuvieron un carácter más inclusivo, integrador, que permitió la concentración de muchachos de diferente barrios y urbanizaciones, inclusive desconocidos, y que en la propia interacción terminaban siendo amigos, pero hubo otros más intimistas, que se jugaban con el hermano, el primo o el mejor amigo, tal es el caso de “los soldaditos” que heredó la generación de los años 20 a la de los 90 ―incluso. Antes eran de plomo, luego lo hicieron de plástico. Dos jugadores elegían 20 a 30 soldados y en cada extremo, con una distancia aproximada de 2 metros, se colocaban frente a frente, y lanzando un “tirallo” o canica, se buscaba traer a suelo a los muñequitos. El ganador tenía que derrotar al ejército del equipo contrario.

Los juegos, aparentemente inocentes, no siempre terminaban bien. A veces, los muchachos salían lastimados, por ejemplo, según el testimonio de un médico de 50 años aprox., haciendo una peripecia, le cayó un trompo en la cabeza.

Pocos niños de ese tiempo, accedieron a tecnologías como las consolas Telstar y Odyssey Philips, cuyos mandos sólo tenían una perilla o una palanca y un botón, respectivamente. Lo cierto es que incluso esos aparatos, con sus pantallas cuadriculadas y de líneas, distan mucho de los formatos tridimensionales y táctiles que caracterizan a los juegos de la actualidad. De este modo, se dijo adiós a una época. “Yo les podría decir que salgan a jugar” ―comenta una ciudadana de 45 años aprox., de profesión ingeniera, madre de dos pequeños―. Si los papás les enseñamos nunca van a pasar de moda”.

¿Usted está segura? ―la increpamos. ¡Puede que sí! Puede que tenga razón, sin embargo otro ciudadano, abogado, padre de familia, considera que cada generación tiene su propio entorno. “Los juegos no van a ser los mismos ―agrega― pero los valores como el respeto, siempre”.

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