Las cosas suceden en el momento justo, dicen algunos. En el campo de la literatura, tampoco debe ser casualidad –me imagino- que 52 años después de su publicación, gracias a la impecable gestión de un librero de viejo que encontré operando a través de Facebook, por fin haya llegado a mis manos en Nueva York un ejemplar de “Los inocentes” (re-bautizado para propósitos comerciales como “Lima en rock”, no sé con certeza si por Scorza o Congrains Martin, ambos a la sazón envueltos en la edición de la serie Populibros Peruanos, aunque da la impresión no muy interesados en reproducir de forma correcta sobre la carátula el apellido del autor).
Escritos entre Junio y Octubre de 1960, según nota de Reynoso al pie del último texto, y ubicados en la órbita temática de “Los geniecillos dominicales” (1965) de Ribeyro y “Los jefes” (1957) de Vargas Llosa, los cuentos de “Los inocentes” me conmovieron transportándome directo al corazón de mi propia adolescencia, al cuestionable pero cálido ambiente en la esquina de mi barrio, y a los sentimientos, sueños y confusiones que esa etapa de la vida entraña -y muchas veces influye- en el ser humano.
“Los inocentes” es un libro intenso en muchos sentidos. Impregnado de una audacia poco común para la época en Latinoamérica, su técnica narrativa es notablemente adelantada. Las historias despliegan una dinámica electrizante, con sucesivos cambios en el tiempo y la voz del narrador para adaptarse mejor a las necesidades del relato. Los personajes se identifican con apodos cuyo origen es explicado oportunamente y sólo en escasas ocasiones algún verdadero nombre es revelado. La vitalidad del lenguaje, sucio y callejero, así como la sensualidad de ciertas escenas, sugerentes o explícitas, resultan deliciosamente inquietantes. “Si no vienes a perturbar, ¿a qué vienes?”, solía decir Bernanos. Y es verdad. De eso se trata la auténtica literatura.
Las brevísimas descripciones de corte cinematográfico, exentas de remilgos y recargos, tienen el poder de situar al lector, con un par de brochazos enérgicos, en el lugar y momento precisos que ocurre la acción, a la vez que comparten el espacio con largas e interminables frases, vocablos independientes y unidos que, junto a la omisión deliberada de signos de puntuación, empujan a una lectura vertiginosa mientras aportan una remembranza inevitable de los artificios utilizados por Kerouac en su novela “En el camino”.
Me surge entonces la intriga de por qué “Rayuela” y “La ciudad y los perros”, ambas publicadas en 1963, fueron acogidas con tanto alboroto cuando en 1961 “Los inocentes” había irrumpido en el firmamento literario con la misma cualidad innovadora que las anteriores.
Acepto que el poder de convocatoria que tiene la novela predomina sobre el del cuento. Entiendo que la maquinaria editorial y el aparato publicitario cumplen una función. Pero me inclino más a pensar que el mismo Ribeyro en décadas posteriores ofrece, mediante una reflexión anotada en su diario, una pista confiable para responder la pregunta: “La modernidad no tiene tanto que ver con las técnicas empleadas cuanto con el enfoque, el ángulo del escritor, lo que plantea y reta”.
Sospecho que esto es también a lo que se refería Martin Adán cuando, tras leer el manuscrito, vaticinó al autor de “Los inocentes” una gran dosis de sufrimiento en su carrera. “No están preparados”, sentenció el poeta. Y tenía razón. Pese a los cambios ocurridos en el mundo a lo largo de los años, muchos siguen sin estarlo. Cada vez que un escritor asoma la nariz presentando un texto desafiante –en contenido y/o forma-, ciertos sectores editoriales y gran parte del público en general no dudan en rechazarlo de inmediato. Reynoso sabe bien de eso.
No leí “Los inocentes” cuando escuché por primera vez de ellos en el colegio. Tampoco los pedí cuando ingresé a la universidad. Y tuve la osada –e ignorante- indiferencia de no buscarlos cuando ya en la adultez se reafirmó en mí la vocación literaria.
En Febrero del 2009, el maestro Reynoso gentilmente me concedió el honor de ser uno de los presentadores de mi novela “Los quehaceres de un zángano”. Hoy, a un lustro de ese evento y apenas semanas de haberme deleitado con “Los inocentes”, recién puedo entender por qué, en el ejemplar de recuerdo que firmó para mí aquella noche, entre otras palabras amables escribió: “Eres uno de los nuestros”.
Claro que lo soy. Soy “Cara de Ángel” brillando en el arte de la manipulación, soy “El Príncipe” dejándose engañar por su multitud de complejos, no me atrevo a decir que soy “Manos Voladoras” pero algo de su sentido del humor he heredado, soy “Carambola” viviendo en una permanente e ingenua fantasía, soy “Choro Plantado” batallando estoicamente en su proceso de rehabilitación, soy “Rosquita” buscando refugio a su soledad en los lugares más sórdidos de la ciudad, soy “Colorete” orinándose de miedo ante las mujeres. Soy un poco todos ellos.
Y soy también ese personaje anónimo –que puede serlo cualquiera de nosotros- a quien Reynoso se dirige con fraternal compasión en el cierre magistral del libro: “Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia”.