A fines de los años noventa se produjo una especie de boom
de los hostales en toda Lima. Sus luces de neón y el símbolo de la “H” resaltada
se podían observar desde lejos en plena avenida, cada cual con una a tres
estrellas que ofrecían acoger a los pecadores en cómodas habitaciones con agua
caliente, VHS y películas triple X. Con el correr de los años los nuevos
hostales aparecieron en calles escondidas, florecieron como las calenturientas promesas
en las arterias de los barrios y ofrecían como plus el servicio de cochera las
24 horas. Nunca imaginé que una mañana, tras despertar de un sueño intranquilo,
mi casa se iba a encontrar entre dos templos del sexo con tres estrellas, cuatro
pisos y sesenta y nueve habitaciones que encerrarían historias de placer,
peleas, un crimen y una serie de onomatopeyas que empezarían a invadir la calle
y nos haría mirar a las vecinas de una manera diferente.
El primer hostal que abrió al costado de mi casa era
propiedad de unos cajamarquinos que, para la inauguración, invitaron a algunos
vecinos. Era la primera vez que entraba a un hostal cuyas camas estaban hechas
de cemento; al parecer el vecino había realizado un estudio de mercado y habría
descubierto que los ardores locales destrozarían la madera, así que supo
invertir en algo duradero. El hostal se inauguró con un precio promocional de habitación
de S/10 soles; la poca iluminación de la calle lo convirtió rápidamente en el
hostal de moda en San Juan de Lurigancho. El progreso había llegado con el
inicio del nuevo siglo.
La cercanía del hostal con una ventana que daba a mi patio me ha permitido conocer distintos niveles de gemidos. Desde los tiernos que se entrecortan por la propia respiración y que casi casi son una escena de Corín Tellado, hasta los que te obligan a llamar a la policía porque crees que están maltratando a un pobre animal. En ese punto era imposible dormir, y quien la pasaba peor era mi abuela –que en paz descanse- cuya ventana de su habitación colindaba con una pequeña ventana del hostal. Lo peor vino después, cuando empezamos a encontrar en el patio toallas higiénicas, condones usados y puchos de cigarrillos. Mi padre intervino entonces y conversó con el dueño de hostal, que solucionó rápidamente el problema (no quiero saber cómo pero quisiera pensar que, al menos, les puso un tacho de basura a cada habitación).
El segundo hostal que apareció fue el de los huaracinos, justo frente a mi casa y que no fue bien visto por los cajamarquinos, ya que la competencia había llegado con mejor pinta, infraestructura más moderna, iluminación led y camas de dos plazas. Sin mucha publicidad tuvo público rápidamente a pesar de que su tarifa era de veinte soles.
Algunas de esas noches nos sentábamos en las escaleras que
están afuera de casa con mi hermano y mis primos, y apostábamos sobre qué
parejas entraban; algunas veces acertábamos y otras no. Chicas que se desanimaban
justo en la puerta del hostal, otras que entraban radiantes y contentas,
algunas que necesitaban un empujoncito e incluso hubo alguna que ingresó
cargada en brazos. A inicios del dos mil entrar a un hostal no estaba bien
visto para un gran sector cucufato de Lima (un sector que no se ha reducido
cuando sí ocultado tras un teclado), así que si tenías las urgencias de los
calores del amor, tenías que entrar a escondidas y evitar salir oliendo a jabón
carbólico.
He visto desfilar frente a esas puertas a mucha gente
conocida, hombres y mujeres infieles, gente del colegio, amigos de otros
barrios e incluso profesoras que ignoraban que mi casa quedaba justo en medio
de esos dos hostales. Una noche que conversaba con mi hermano nos sorprendió
ver entrar a Pilar, una chica hermosa de 18 años y cabello castaño que vivía
por el paradero veinte. Tuvimos envidia del vago que entró con ella esa noche,
tanto así que hasta ahora lo recordamos.
El primer asesinato que ocurrió en el barrio fue en el
hostal de los cajamarquinos. Una mañana aparecieron patrulleros y personal de
la DININCRI en todo el barrio: un tipo había amanecido muerto y se especulaba
que había sido por venganza. El segundo muerto fue un tipo que se destapó los
sesos de un balazo mientras veía una película romántica, dicen que fue por
amor. El tercero no sé, pero los tres muertos fueron hombres. En el hostal de
los huaracinos, en cambio, no habían muertos, pero sí asaltos y peleas de
pareja que terminaban en llamadas urgentes al 105 y la extraña aparición –una
vez- de un helicóptero en la madrugada. La primera vez que alguien vio un
helicóptero en el barrio fue a mediados de los 80, cuando se fugaron los presos
del penal de Lurigancho. Esta vez el helicóptero no buscaba presos sino a un
narcotraficante que había intentado pasar la noche en el hostal de los
huaracinos. Como en una película gringa de los comandos Swat, el hostal había
sido rodeado por tierra y aire, hubo un cruce de disparos que terminó con un hombre
en calzoncillos rendido en el techo del hostal.
Los hostales son parte de nuestra economía nacional y su mejor fecha de movimiento es sin duda el Año Nuevo, ya que las habitaciones suben sus precios y hay gente que separar la habitación del hostal con anticipación para estas fechas, los precavidos saben bien que vivimos en un distrito con más de un millón de habitantes y los hostales revientan. Si Navidad es una fecha para pasarla en familia, Año Nuevo se ha convertido en una fecha donde la cábala consiste en disfrutar del sexo. Hay colas en los hostales, y algunos más avezados y urgidos se entregan al desenfreno en donde este los aborde, al ritmo de los cuetes y los fuegos artificiales. Así como algunos comen uvas y otros salen con sus maletas a dar una vuelta a la manzana para viajar en el nuevo año, otros reciben el año nuevo con sexo. Tal vez sea una buena cábala, habrá que averiguarlo.