Opinión

Los Hijos de Caín

(Un poema a la bondad humana)

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Por Aldo Gaspary

El mundo es de los ganadores, de los hijos de Caín[1], los que “la saben hacer”, a ellos pertenecen los cielos y la tierra, ellos son los que se sentarán a la diestra del padre, es por eso que, en este mundo, su lugar se encuentra a la diestra. De ellos es este mundo, de los codiciosos, de los que saben mentir, especialmente, para beneficio propio, de aquellos que carecen de escrúpulos para cometer, acaso, fratricidio, o lo que haga falta, con tal de incrementar su dominio, aquél que le falta reparo alguno para cometer su fechoría, porque sólo hay que pensar “en el beneficio propio”, ya lo dijo Rand. Es el hombre codicioso; aquel que tiene el valor de sentirse superior y con más derecho que su propio hermano y, por ende, se siente con derecho (y se lo da a sí mismo) de ponerse por encima, en tanto que sólo los superiores son capaces de mandar, justamente esto es indicio de su propia superioridad respecto del resto. El dominio, como el nombre indica, es la cualidad de los señores, los que mandan, gente de bien. Dicha pertenencia al reino de los cielos que aludo líneas arriba Dios se las tiene prometida, es, pues, por designio divino, derecho que, en tanto señores, ellos mismos se lo dan y reciben, doble acción en una, y en tanto que tal, eso les da derecho a mandar, robar, mentir –la mentira es signo de superioridad; esta demanda un mayor esfuerzo, un mayor gasto de energía, denota, por ende, mayor fortaleza, vitalidad, virilidad, es decir, más virtud y superioridad-. Un señor, por el hecho de serlo, tiene derecho a todo lo que su voluntad le cante, esta realidad lo licencia a transgredir, violentar, negar, etc. cualquier vida y voluntad que pueda ser, en algún sentido, un estorbo u obstáculo de su propio deseo y proyecto, pero también, por simple capricho o diversión, de la misma manera como podría hacer un gato con un ratón. Y, si es que estos comportamientos conllevaran algún tipo de censura y embarazo que pudieran ir en contra de tales propósitos, la discreción es un elemento que se debe tomar en cuenta. En resumen, para los señores, todo vale.

Nadie me venga con hipocresías, ¿quién no quisiera tener más poder? ¿qué?, ¿sueno sociópata? No me hagas reír, así somos todos, la ética es un invento de los perdedores, de los débiles, de las víctimas de los más listos, aquellos que eligen (y pueden) ser tiburones, los demás, o bien son unos pánfilos, o bien lo suficientemente débiles como para dejarse violar, robar, matar, etc. Su debilidad los hace merecedores de la condición de víctima de los señores, los que mandan, los fuertes, que, a su vez, en tanto que fuertes, naturalmente superiores, y en tanto que tales, con derecho a pisotear los “derechos” de los débiles. Esta altura nata, este derecho natural para pisotear los derechos ajenos se lo otorga su propia capacidad para hacerlo. Derecho que la Vida, diosa que, al observar lo que sus hijos preferidos hacen, aquellos cuyo padre es Caín, se alegra, regocija y premia con la bienaventuranza, en este mundo y el próximo, y castiga a las víctimas de aquellos, que place de sumir en vidas miserables, incluso con la muerte, como fue el caso de su padre, Abel; el padre de los perdedores de la vida, las víctimas de los elegidos por Dios. Los hijos de Caín han nacido para mandar, ese es su derecho, y nadie tiene, por ende, derecho a cuestionar sus mentiras y ofensas; los débiles, los inferiores no tienen derecho a desmontar sus mentiras, a analizar sus palabras, ellos deciden lo que es y lo que no es, deciden que ellos son superiores y aquellos inferiores, que ellos tienen más derechos y aquellos, menos. La justicia no puede ser para todos por igual; todos somos diferentes, y los más codiciosos, los más mentirosos, los más traidores, aquellos que reconocen con sinceridad su propio egoísmo sin avergonzarse, en resumen, los más fuertes, los más vivos, tienen más derechos y la justicia de cualquier nación, por eso, es más indulgente y permisiva con ellos y, en cambio, es, y debe ser, severa, implacable con aquellos que se han visto vulnerados en sus derechos. La justicia, en ese sentido, colabora con la propia naturaleza para favorecer y beneficiar la existencia de los fuertes, de los elegidos y, en cambio, ayuda a promover (y así debe ser) la ruina y destrucción de las vidas débiles, hay que castigarlas porque son las perdedoras, porque “han fracasado”, hay que “hacerlos meditar” acerca del error que significan sus vidas. Pero tampoco sería bueno destruirlos definitivamente, es necesario que exista lo malo, al menos, en alguna medida, como contraparte de lo bueno, de lo señorial, es necesario que los fracasados existan porque, de lo contrario, el fuerte no tendría a quién poder humillar, robar, despojar, timar, pisotear, etc. El untermensch es, pues, necesario, para que pueda sobresalir la superioridad del Señor, de aquel que manda por derecho natural y designio divino, de la misma manera que es necesario el contraste entre las luces y las sombras; si todo se encontrara iluminado no se distinguirían los contrastes, los matices, las formas, así también lo malo se justifica por lo bueno.


[1] Aunque más apropiado sería denominarlos: “Los hijos de Sion” o “Los hijos de Atlas”

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